VIENTOS DE GUERRA
La fuerza del no: el nuevo movimiento por la
paz
Laura Bush, esposa del presidente de EU, decidió
cancelar la celebración del simposium Poesía y voz estadunidense
después de enterarse de que prominentes poetas habían declinado
participar en el evento como protesta por la agresión bélica
de Washington contra Irak
LUIS HERNANDEZ NAVARRO
La protesta global
El 5 de marzo, poetas de varios países realizaron
el Día internacional de poesía contra la guerra, en
el que, en 120 recitales, se leyeron alrededor de 13 mil poemas de repudio
a la ofensiva militar de la Casa Blanca.
Desde que comenzó el año se realizan acciones
de todo tipo en casi todo el mundo para rechazar la guerra. En un hecho
sin precedentes una iniciativa surgida del Foro Social Mundial de Florencia
puso en la calle entre 11 y 15 millones de personas en Europa y América
el 15 de febrero para manifestar su oposición a la carnicería
contra Irak. Convirtiendo la protesta en desobediencia civil abierta, entre
el 21 y el 28 de febrero miles de ciudadanos bloquearon las vías
por donde transitaban los trenes de la muerte que trasladaban equipo militar
a la base de Campo Darby, en Italia. Días después, el 14
de marzo, el mundo sindical europeo despertó del letargo organizativo
cuando millones de trabajadores europeos hicieron una huelga de 15 minutos
en favor de la paz.
Miles de actos de desaprobación, grandes y pequeños,
testimoniales y de gran impacto, se realizan todos los días en casi
todas las naciones del planeta. En una de las facetas novedosas del movimiento
antimilitarista, el pasado 3 de marzo Lisístrata, la comedia
clásica griega antibélica, fue escenificada en mil ocasiones
en 59 países. Igualmente original fue el bombardeo sobre
las líneas telefónicas de la Casa Blanca y el Senado estadunidense
efectuado el 26 de febrero por 250 mil personas que enviaron faxes y correos
electrónicos en contra de la guerra, en la primera gran "marcha
virtual" en contra del gobierno de George W. Bush. Los centenares de escudos
humanos que, provenientes de distintas naciones, han decidido arriesgar
sus vidas y viajado hasta Bagdad para servir de resguardo a los civiles
iraquíes son un indicador de qué tan hondo ha calado la objeción
al espectáculo de la opresión.
En
una cara más tradicional de las movilizaciones de repudio a la agresión
contra Irak, más de 300 mil yemenitas tomaron las calles el 1º
de marzo para señalar a Estados Unidos e Israel como el verdadero
eje del mal y exigir que no se instalen bases militares en territorios
árabes. Nueve días después, en Subaraya, Indonesia,
se reunieron 800 mil personas convocadas por el Frente de Defensa Islámico
para orar por la paz y criticar a Washington. El 2 de marzo, en San Francisco,
California, dos mil católicos, musulmanes, judíos, budistas,
protestantes e hindúes se concentraron en un servicio religioso
conjunto en favor de la solución pacífica del conflicto.
Más cercana a la lucha antimperialista clásica fue la acción
del 12 de marzo en Turquía, donde centenares de comunistas trataron
de impedir el desembarco de equipo militar estadunidense en el puerto de
Ankara y corearon consignas como "Estados Unidos, fuera de aquí/Este
país es nuestro" mientras resistían las cargas de la policía
y el ejército. Dos días después, en Adelaide, Australia,
unos 200 manifestantes lanzaron una lluvia de huevos y tomates contra el
primer ministro John Howard, quien apoya la guerra a pesar de que 59 por
ciento de los australianos se oponen.
El rechazo a la guerra no se limita a la sociedad civil
o la izquierda, sino que ha contado en esta ocasión con el apoyo
de gobiernos y partidos de centroderecha. Personajes como Vladimir Putin
nunca fueron pacifistas. Tampoco lo ha sido el presidente sirio Bashar
Assad, que movilizó en Damasco a más de 10 mil seguidores
mientras criticaba la forma en la que Washington trata a sus amigos. En
Turquía, el parlamento rechazó la propuesta de Estados Unidos
de usar su territorio como base de operaciones militares, sabiendo que
les costaría más de 20 mil millones de dólares en
ayuda. El nada progresista gobierno de Egipto sacó a las calles
de El Cairo en favor de la paz a decenas de miles de personas mientras,
simultáneamente, encarcelaba activistas contra la guerra.
La fuerza del no
A escasos meses de su aparición, el nuevo movimiento
contra la guerra se ha convertido en uno de los fenómenos más
relevantes de la vida política moderna. En la confusión,
ha nacido un movimiento que no existía. Nunca se había producido
una protesta contra la guerra como la actual, previamente a que las hostilidades
fueran declaradas.
Extendida por todo el planeta, ha absorbido, pero también
desbordado, al pacifismo, al antimilitarismo, a los objetores de conciencia,
a los insumisos y al antimperialismo que la antecedieron. Apoyada en las
redes, prácticas y capacidad de convocatoria del movimiento contra
la globalización neoliberal (lo que los italianos llaman el Pueblo
de Seattle), ha incorporado a nuevos y más amplios sectores
sociales. En los casos de Italia y España -notables por la enorme
participación desplegada por la ciudadanía- han sido importantes
plataformas como Nunca mais contra el desastre ecológico
del Prestige y otras iniciativas coyunturales de base.
Dentro de sus filas participan también gobiernos,
partidos, iglesias y personalidades públicas que apoyaron sin aspavientos
la primera guerra del Golfo, otras intervenciones militares justificadas
como "humanitarias" y la ofensiva bélica contra Afganistán.
La energía social que ha sumado y generado es inusitada.
Su composición es multicultural, transgeneracional, metaideológica
y policlasista. Participan allí clérigos, artistas, obreros,
campesinos, veteranos de otras guerras, intelectuales, ambientalistas,
empresarios, insumisos, políticos profesionales, anarquistas, patriotas,
internacionalistas, antiglobalizadores, desobedientes y una variedad de
ismos e istas inimaginable.
Más que propuesta de transformación social
integral, portadora de nuevos valores y de una forma distinta de ver el
mundo, el actual movimiento por la paz es, por el momento, la suma de campañas
y plataformas distintas, pero convergentes. Sus integrantes son, en palabras
de Richard Rorty, gentes poseídas por muchas almas. Aunque ha comenzado
a revivir viejas manifestaciones culturales, como campaña es finita
y tiene un objetivo limitado: impedir la guerra.
Este arcoiris de actores sociales se ha unido no en torno
de una ideología, sino de una negación: el no a la
guerra. El no es su terreno de afirmación; los sí
motivo de discrepancias. Su negativa no es, sin embargo, una renuncia a
nombrar lo que se juzga inadmisible. El no a la guerra unifica al
patriota que se envuelve en la bandera estadunidense con el antimperialista
que le prende fuego; al anarquista del Black Block con el socialdemócrata
o el religioso de Sojourners, que cree que lo que la comunidad internacional
debe hacer es obligar a Hussein a abandonar el poder, pero se opone a que
se haga por medio de la violencia; al europeo que rechaza el unilateralismo
de Bush con el musulmán que ve en Estados Unidos el mal; al que
tiene consideraciones éticas con el que alberga intereses partidarios.
Este rechazo no ha ido acompañado del desarrollo
de campañas de solidaridad con el régimen de Hussein. Las
fuerzas que dentro del movimiento apoyan al mandatario iraquí son
casi inexistentes. Ni siquiera en el mundo árabe tiene aliados confiables.
El nuevo movimiento por la paz se expresa en forma festiva,
teatral, en ocasiones eufórica. Si la desesperanza llegó
a ser una moda con muchos adeptos, la protesta ha colocado a la esperanza
en el terreno de las expectativas razonables. Ha logrado abatir el cansancio
o la desidia ante la indignación y mostrado que ésta vale
sentirse cuando sirve para algo.
El movimiento retoma del Pueblo de Seattle lemas
como "Así es como la democracia es" y "Las calles son de nosotros".
Ambos resumen tanto la crítica a la política tradicional
y a la democracia representativa que reivindica dejar su quehacer a las
elites, como la emergencia de un embrionario poder constituyente. En unos
meses se ha convertido en parte muy importante de las sociedades del planeta
y en factor de reanimación social, en circunstancias en las que
el conformismo y la apatía hacia lo público son parte central
de la cultura política vigente. No pocos juzgan que este movimiento,
además de luchar contra la guerra, pareciera perfilarse también
como catalizador de una democracia desde la base y la acción.
Al igual que el movimiento de resistencia global, la actual
lucha contra la guerra ha encontrado en Internet una herramienta organizativa
clave. El ciberpacifismo, como han documentado Jenaro Villamil y Pascual
Serrano, es un elemento clave de la protesta. Sin que pueda decirse que
la Red es el equivalente contemporáneo del Iskra bolchevique,
su capacidad de acortar tiempo y distancias ha permitido a los activistas
por la paz ampliar la divulgación de información clave, el
debate y la capacidad de convocatoria.
Muestra del papel que en las actuales protestas desempeña
Internet es la organización estadunidense MoveOn. Fundada en 1998
por una pareja de empresarios de Sillicon Valley para presionar al Congreso
para que se moviera más allá de la distracción del
asunto Lewinsky, en agosto pasado lanzó una iniciativa que buscaba
combatir el mito de que la mayoría de la gente apoyaba la aventura
bélica. Cuenta hoy con un equipo de apenas seis personas y 1.6 millones
de miembros. Lo que parecía ser tan sólo una fuerza de adherentes,
es decir, de firmantes de peticiones, se convirtió con la guerra
en un destacamento con capacidad de movilización y presión
a través de la red. Cuando el Congreso de Estados Unidos aprobó
la guerra, logró recaudar en menos de una semana 4.5 millones de
dólares para apoyar a legisladores que votaron en contra. A través
suyo, mediante un mecanismo de comunicación sencillo y económico,
cientos de miles de ciudadanos han logrado establecer vínculos con
el mainstream de Washington.
El enemigo
¿Contra quién lucha el nuevo movimiento
por la paz? Obviamente, todos sus participantes parecen estar de acuerdo
en que el enemigo es la guerra y quien la impulsa. Pero más allá
de este punto parece no haber más convergencias. El movimiento dista
de tener una visión unificada del adversario al que se enfrenta,
o una explicación monocausal del origen del conflicto.
Muchos de quienes desde los estados europeos o desde el
mainstream estadunidense se oponen hoy a la invasión de Irak
no dudaron en apoyar la primera guerra del Golfo ni otras incursiones militares.
En aquel entonces justificaron la ofensiva guerrera sin grandes diferencias
entre sí y criticaron acremente a quienes la rechazaron, considerándolos
en el mejor de los casos ingenuos y, en el peor, pro dictatoriales. En
su mayoría no objetan ahora cierto tipo de intervención para
derrocar a Hussein en el nombre de los derechos humanos y la democracia.
El ministro protestante estadunidense Jim Wallis, fundador del movimiento
Sojourners, lo dice sin ambages: "George Bush afirma que quiere un cambio
de régimen y el desarme de Irak. Yo quiero esas mismas dos cosas,
pero no quiero bombardear a los niños de Bagdad".
Más allá de consideraciones humanitarias,
hay quienes rechazan esta guerra porque ven en ella el riesgo de consolidación
del unilateralismo estadunidense y la desestabilización del orden
internacional, anulando la viabilidad de una Europa unificada, no en lo
militar o lo político, pero sí en lo económico. En
el viejo mundo hay quienes consideran que la ofensiva militar es el inicio
del derrumbe de los ventajosos negocios que tienen en Irak, florecidos
con el estrangulamiento económico decretado por Naciones Unidas.
Dentro de Estados Unidos una muy importante corriente
reivindica su objeción a la guerra como parte de su orgullo nacional.
Convencidos de que fuera del mundo académico los estadunidenses
siguen siendo patrióticos han decidido disputar para la paz el sentimiento
patriótico y el uso de la bandera. Rechazan a quienes en las actuales
circunstancias les resulta imposible sentir orgullo nacional porque asocian
el patrioterismo con un respaldo a las atrocidades de su gobierno. Esta
movilización es para ellos un instrumento para forjar una identidad
moral que no puede renunciar a la reivindicación nacionalista.
En esta tendencia se inscribe una parte muy importante
de los integrantes de la coalición Win Without War (Ganar Sin Guerra),
que presentó una iniciativa firmada por más de un millón
de personas al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas a favor de una
solución diplomática.
En la dirección inversa, no pocos sectores provenientes
de movimientos de solidaridad o fuerzas más radicales con larga
tradición antimilitarista cuestionan firmemente el patriotismo.
En ellas se inscriben los grupos de afinidad anarquista que integran el
Black Block, surgidos durante las protestas contra la primera guerra del
Golfo, que adquirieron notoriedad pública en las protestas contra
la Organización Mundial del Comercio (OMC) de Seattle, en noviembre
de 1999. Siguiendo a León Tolstoi, sostienen que el "patriotismo
es la esclavitud".
Otras fuerzas han decidido vincular la lucha por la paz
al combate por los derechos económicos y sociales. Sostienen que
dentro de Estados Unidos hay una inadmisible agresión a los derechos
civiles que camina de la mano de la ofensiva militar. Ejemplos son la Ley
Patriótica y el Departamento de Seguridad Interna (Homeland Security),
ambos nacidos en el ambiente de la guerra, representan nuevas amenazas
a las libertades civiles de la población, sobre todo de los imigrantes.
Con una gran crisis fiscal en puerta, 2 millones de desempleados desde
que George W. Bush llegó al poder y al borde de una recesión
económica, consideran que ésta es una guerra para los ricos.
Dentro de una parte muy importante del mundo islámico
el movimiento contra la guerra tiene una lectura en clave religiosa que
surge desde la primera guerra del Golfo. El uso de bases militares instaladas
en tierra santa para atacar a un país preponderantemente musulmán
fue un punto de ruptura entre el fundamentalismo islámico y Washington,
fuerzas que hasta ese entonces ha-bían colaborado estrechamente
en la lucha en contra de la Unión Soviética. En varias de
las protestas contra la guerra efectuadas en esos países distintas
fuerzas han llamado a organizar una jihad -una guerra santa- contra
Estados Unidos.
Por supuesto, dentro del movimiento han cobrado vida las
posiciones antimperialistas clásicas, que habían comenzado
a salir del pasmo en el que se encontraban después de la caída
del Muro de Berlín con el movimiento contra la globalización
neoliberal. Al repudiar la guerra, la vieja militancia ha recuperado un
espacio en la arena pública para sus antiguas concepciones doctrinarias,
ha revalorado el papel de la denuncia, salido del aislamiento, logrado
ser parte de una gran causa contra un enemigo común principal, y
tratado de conducir una gran alianza social.
La desobediencia civil
Larga ha sido la relación entre desobediencia civil
y lucha contra la guerra. Los desobedientes que se encadenaron a las vías
de ferrocarril en Italia para bloquear el traslado de equipo militar de
las bases estadunidenses establecidas cerca de Vicenza hasta Campo Darby
siguen una larga tradición de resistencia practicada en otras guerras
por figuras como Bertrand Russel o Noam Chomsky.
Los nuevos desobedientes son, en parte, herederos de Henry
D. Thoreau, quien en plena intervención militar contra México,
a mediados del siglo xix, se preguntaba en su ensayo sobre La desobediencia
civil: "¿Cómo debemos comportarnos con este Estado norteamericano
de hoy? No podemos asociarnos con él sin deshonra. No puedo reconocer
como mi Estado a esa organización que permite la esclavitud (...)
Cuando la sexta parte de la nación son esclavos, y el ejército
invade y conquista injustamente todo un país (México) sometiéndolo
a la ley marcial, no es demasiado pronto para que los hombres honestos
se rebelen y subleven. Que el país invadido no sea el nuestro, sino
que nuestro ejército sea el ejército invasor, hace más
urgente este deber (...) Existen leyes injustas. ¿Nos contentamos
con obedecerlas? ¿Nos esforzaremos en enmendarlas, obedeciéndolas
mientras tanto? ¿O las trasgredimos de una vez? Si la injusticia
requiere de tu colaboración, quebranta la ley."
Por desobediencia civil se entiende una acción
voluntaria y pública que viola las leyes, normas o decretos del
poder por considerarlas inmorales, ilegítimas o injustas; una transgresión
que persigue un bien, no para quien la protagoniza, sino para la colectividad;
un acto ejemplar de quebrantamiento público de la norma por razones
de conciencia.
Su discurso se dirige a la ciudadanía, apela al
sentido de justicia de la colectividad y busca incidir y construir la opinión
pública. Es parte del conflicto más general entre leyes y
justicia, de la convicción de que no hay por qué respetar
leyes que son injustas, ilegítimas. Pero, aunque la relación
entre desobediencia civil y guerra no sea nueva, lo destacable de la movilización
en curso es la amplitud que ha alcanzado esta forma de lucha y su creciente
aceptación en la sociedad. Ello es producto de dos situaciones centrales,
de las que la izquierda tradicional, que la asume, pero no la impulsa,
está ausente.
Primero, del divorcio entre elites gobernantes que impulsan
la guerra y ciudadanos que mayoritaria y activamente la rechazan. Esta
voluntad por la paz choca de frente con los límites de la democracia
representativa que permite que sea legal que los gobiernos asuman posiciones
que no son legítimas. La desobediencia civil aparece así
como un correctivo necesario de una democracia imperfecta.
Segundo, la existencia previa de una cultura política
en favor de la desobediencia civil impulsada por corrientes dentro del
movimiento contra la globalización neoliberal, como un camino de
acción (e incluso de generación de un nuevo poder constituyente)
alternativo a la violencia y a la movilización de masas clásica.
En Italia, esta desobediencia civil se practica en todo
el territorio y se despliega en un ambiente social fuertemente antimilitarista.
En muchas viviendas y centros de trabajo se han colgado banderas con los
colores del arcoiris y el lema "No a la guerra". El 8 de marzo 20 mil manifestantes
protestaron fuera de la base militar estadunidense de Campo Darby, cerca
de la ciudad de Pisa. La presión, sin embargo, no se limita a los
mítines. Se ha impedido el abasto alimenticio de las tropas estacionadas
en esas bases investigando los mercados en los que surten sus despensas
e impidiendo la venta de comida.
En Estados Unidos existe una larga tradición de
desobediencia civil que viene de la lucha por los derechos civiles y de
las movilizaciones de la Nueva Izquierda contra la guerra de Vietnam, y
que se puso en práctica durante las protestas contra la OMC y el
Banco Mundial en Seattle y Washington.
La vergüenza
Es incierto si la sociedad civil movilizada será
capaz de frenar la guerra, pero si algo así es posible la única
fuerza capaz de hacerlo es ella. Si, como ha reivindicado el Foro de Porto
Alegre, otro mundo es posible, la única forma de lograrlo es luchando
contra la guerra. De no lograrlo, cuando menos obligará a pagar
un elevado costo político a quienes la emprendan. Lejos de agotarse,
su capacidad de convocatoria va en aumento. Su protagonismo es cada vez
mayor.
Las elites políticas de todos los signos han sido
desafiadas por la emergencia de un nuevo actor. En muchos países
el movimiento expresa el sentir del grueso de la población. Y aunque
en Estados Unidos no ha logrado aún convertirse en mayoría,
se comporta como si lo fuera.
El 15 de febrero en Roma, Italia, Heidi Giuliani, la madre
de Carlo, el joven asesinado por los carabineros durante las protestas
contra el G-8 en Génova en julio de 2001, leyó, ante millones
de manifestantes, un comunicado del subcomandante Marcos. El jefe
rebelde decía allí: "Pero la pregunta no es si podremos cambiar
el rumbo asesino del poderoso. No. La pregunta que nos deberíamos
hacer es: ¿podremos vivir con la vergüenza de no haber hecho
todo lo posible para evitar y detener esta guerra?"
Detenga o no la guerra, limite o no la carnicería,
sea cual fuere el destino final del nuevo movimiento por la paz, lo que
ciertamente podrá decir en el futuro es que no carga sobre sus hombros
la vergüenza de no haber tratado de evitar la barbarie.