Fernando del Paso/I
Gratitud y predestinación
Varios periodistas de la televisión de la CNN han
expresado su asombro por la ingratitud de Francia, la cual, habiendo sido
liberada de los nazis por los estadunidenses en la Segunda Guerra Mundial,
le ha negado Estados Unidos su apoyo en las Naciones Unidas para llevar
a cabo un ataque militar contra Irak.
Olvidan los estadunidenses que el Marqués de Lafayette
junto con seis mil soldados franceses cuyo envío fue autorizado
por el rey Luis XVI, prestó una ayuda invaluable a Estados Unidos
en su lucha por la independencia. Y que, cuando el 6 de junio de 1944,
un millón de hombres desembarcó en Normandía, el Comandante
Supremo de las Fuerzas Aliadas Expedicionarias, Dwight Eisenhower, dijo:
"¡Aquí estamos, Lafayette!" Estados Unidos era el que pagaba,
así, una añeja deuda que había contraído con
Francia.
¿Y nosotros, México, qué tenemos
que agradecerle a Estados Unidos? ¿Qué le debemos?
¿Le debemos dar las gracias por dar trabajo a los
mexicanos en su territorio? Entre los miles de víctimas de los espantosos
atentados del 11 de septiembre, hubo varias decenas de ciudadanos mexicanos
cuyas viudas jamás pudieron reclamar las pólizas de seguros,
porque esos mexicanos eran indocumentados y nunca se pudo demostrar, ni
su existencia, ni su muerte. Pero eso, que fueran ilegales, nunca
les importó a sus patrones estadunidenses, porque en esas circunstancias
los mexicanos estaban -y están todavía, miles, cientos de
miles de ellos-, dispuestos a trabajar por un salario considerablemente
menor al que corresponde a los estadunidenses o a los extranjeros que sí
tienen papeles.
Y España, ¿qué tiene que agradecerle
a Estados Unidos?
España no fue liberada en 1945, porque no había
participado en la guerra, ni había sido ocupada por los alemanes.
Thomas Jefferson, tercer presidente de Estados Unidos, declaró que
durante mucho tiempo había considerado a Cuba como "la adición
más interesante que podía hacerse a nuestro sistema de Estados".
Se refería, desde luego, a los estados de Estados Unidos. No pasó
un siglo cuando la explosión, el 15 de febrero de 1898 del barco
de guerra estadunidense Maine anclado en el puerto de La Habana,
y que dejó un saldo de 260 infantes de marina muertos, precipitó
a Estados Unidos en una guerra contra España en la que se pretendía
conquistar la independencia de Cuba. España perdió esa guerra
y, con ella, varios de sus dominios en el mundo.
¿Qué
tiene que agradecerle España a Estados Unidos? ¿La pérdida
de Cuba? ¿La pérdida de la isla de Guam y la isla de Puerto
Rico? ¿La pérdida de Filipinas? Quizás el presidente
español Aznar y todos aquellos de sus partidarios que representan
un conservadurismo a ultranza, muy en el fondo lo que agradecen a Estados
Unidos, el abanderado de los derechos humanos, el enemigo acérrimo
de los sátrapas, es que nunca hiciera el menor intento por liberar
a España de una de las dictaduras más duras, y duraderas,
del siglo XX: la de Francisco Franco. Cuba, por supuesto, nada tuvo a fin
de cuentas que agradecerle a Estados Unidos, el cual impuso de allí
en adelante y durante muchas décadas, su total dominio político
y económico sobre la isla. Con la famosa Enmienda Platt de
marzo de 1901, obligó a Cuba a vender o arrendar a Estados Unidos
las tierras necesarias para el establecimiento de estaciones carboneras
y navales cuando así lo solicitaran los estadunidenses, y la obligó
asimismo a aceptar toda intervención militar de Estados Unidos cuando
éste considerara en peligro la independencia cubana. Una de las
primeras consecuencias de esta enmienda fue la instalación
en Cuba de la base naval estadunidense de Guantánamo en un territorio
de 116 kilómetros cuadrados que Estados Unidos no pretende devolver
jamás a los cubanos. Otra, la de la transformación de La
Habana en un gran burdel. En el favorito de los patios traseros de los
gringos.
Gran Bretaña , en cambio, sí tiene
una deuda con Estados Unidos: el apoyo total, frenético, definitivo,
que le prestó en 1982 en la Guerra de Las Malvinas -o Falkand
Islands como las llaman los ingleses- y que Tony Blair está
dispuesto a pagar con sangre. No con la suya, desde luego, sino con la
de los soldados británicos. Para esta guerra, o mejor dicho para
esta Batalla de Las Malvinas, el gobierno de Margaret Thatcher esgrimió
la bandera de los derechos humanos: aquellos derechos de los habitantes
de Las Malvinas que querían seguir siendo ciudadanos británicos
y se negaban a ser ciudadanos argentinos.
No se distinguía Gran Bretaña, desde luego,
por ninguna guerra emprendida para defender los derechos humanos en ningún
país del mundo. Diecisiete años antes del conflicto de Las
Malvinas, los británicos habían arrendado a Estados Unidos,
para que éste instalara allí una base naval y aérea,
la isla de Diego García en el Océano Indico. Sin embargo
había, para cerrar la operación, un pequeño inconveniente:
Diego García estaba poblada por sus habitantes aborígenes.
Este problema se resolvió transportando a los 2 o 3 mil pobladores
a la fuerza, como ganado, a la distante Isla de Mauricio. Sus muertos
quedaron atrás. Atrás, también su historia. Sus derechos
humanos, arrollados. Nadie, entonces, levantó la voz en su defensa.
La Batalla de Las Malvinas fue un hecho absurdo, sangriento, del que tuvo
toda la culpa el régimen militar argentino, presidido por el siniestro
general Galtieri en un intento de desviar la atención de los argentinos
de la guerra sucia al exacerbar su nacionalismo. Por otra parte,
las islas le habían sido arrebatadas a Argentina por los británicos,
y a ésta le asistía todo el derecho de reclamar su soberanía.
Lo que, desde luego, no justificó en nada que los militares enviaran
a miles de argentinos al matadero. Pero también que los muchachos
ingleses fueran carne de cañón, como resultado del orgasmo
patriótico que le sobrevino a Gran Bretaña.
Esto, sin embargo, no debe ocultar el hecho de que Gran
Bretaña y Estados Unidos no lucharon por los derechos humanos de
los malvinenses. A principios del siglo XX, los británicos obsequiaron,
en sus numerosas colonias, en un gesto de generosidad imperial, cerca de
50 millones de pasaportes británicos. En aquél entonces,
sólo los muy ricos podían viajar de Uganda, Kenia, India,
Jamaica o Barbados, a Inglaterra. Estos pasaportes no representaban ningún
peligro. Cuando llegaron los años 60 y con ellos los charter-flights,
la situación cambió y numerosos pobladores de las ex colonias
británicas: antillanos, pakistaníes, africanos, comenzaron
a emigrar a Inglaterra y a inundarla. A finales de los años 70,
Gran Bretaña creó dos pasaportes británicos; el de
primera clase, que permite a todos sus poseedores vivir y trabajar en Gran
Bretaña y el Reino Unido, y el de segunda, que sólo les permite
visitas por tiempo limitado. Gran Bretaña despojó así
a millones de sus súbditos de los derechos que ella misma les había
otorgado. La mayor parte de los malvinenses, o malvinos, quedó incluida
en esta segunda categoría. Pero ellos no lo sabían, y es
posible que todavía no lo sepan. ¿Por qué los británicos
no les concedieron, en ese momento, pasaportes de primera? Porque medio
millón de chinos de Hong Kong que se hallaba en ese entonces en
la misma situación, hubiera exigido el mismo trato, y decenas, sino
es que cientos de miles, hubieran emigrado a Gran Bretaña para instalarse
en ella.
La Batalla de Las Malvinas no fue una batalla por los
derechos humanos. Lo fue por el valor económico del krill,
un pequeño crustáceo que se usa como alimento animal y que
abunda por miríadas en las aguas de la islas. Lo fue por la posibilidad
de que bajo esas aguas existieran yacimientos de petróleo. Lo fue
por las 200 millas marinas. Por el valor militar estratégico de
las islas. Y porque al león le pisaron la cola.
Algunos analistas dijeron en ese entonces que la intervención
de Estados Unidos en La Batalla de Las Malvinas había significado
la muerte de la Doctrina Monroe. Esto no es exacto. La Doctrina Monroe,
continuación de la política estadunidense del Destino
Manifiesto, nunca se había aplicado como no fuera para beneficio
y conveniencia de Estados Unidos, como bien nos lo recuerda Antonio Gómez
Robledo en un brillante ensayo sobre el monroísmo y sus avatares.
La idea del Destino Manifiesto -es decir, la de
un destino, un designio otorgado por Dios que significaba de la inevitabilidad
de la continuada expansión territorial de Estados Unidos hacia el
Pacífico y más allá, y que fue usada por los expansionistas
estadunidenses para justificar la anexión de Tejas, Oregón,
Nuevo México, California y Hawai- esta idea, en su origen, no fue
la de ese país, Estados Unidos, sino la de una raza: la sajona.
Nació en Alemania. Pasó a Gran Bretaña donde contó
con numerosos e importantes partidarios -como el gran filósofo inglés
George Berkeley-, y prendió en el Nuevo Mundo. Reginald Horsman,
en su libro La Raza y el Destino Manifiesto nos cuenta que ya los
habitantes de Nueva Inglaterra se creían, desde el siglo XVII, el
pueblo al cual la Providencia le había designado, no sólo
como un privilegio, sino como una obligación, la tarea de llevar
La Palabra a otros pueblos, y así iniciar una época dorada
de la que se beneficiaría toda la humanidad. Cuatro siglos después,
ésta sigue siendo la bandera de George W. Bush.
Sin embargo, en el país que había declarado
la igualdad de los derechos naturales de todos los seres humanos, los indios
y los negros resultaron un gran embarazo. Los indios fueron exterminados
en su gran mayoría y, el resto, confinado a reservas espaciales.
Pero, ¿qué hacer con los negros? Tan sólo en el derrotado
Sur habían sido liberados 3 millones de esclavos negros. A un presidente
de Estados Unidos se le ocurrió entonces que todos los negros estadunidenses
se fueran a un territorio africano -que entonces era una especie de tierra
de nadie- para vivir allí con libertad. El país que fundarían
se llamaría Liberia y la capital Monrovia, en honor de ese político
estadunidense, James Monroe. El proyecto fue un fracaso.
Monroe, por otra parte, entendió que para dominar
al mundo, Estados Unidos debía primero dominar al Continente Americano
y, con la pretensión de que Estados Unidos defendería a todos
los países de ese continente de cualquier intervención europea,
el 2 de diciembre de 1823 dio a conocer la adopción de la Doctrina
que lleva su nombre, y cuyo principal enunciado era "América para
los Americanos". Pero, como dice Gómez Robledo, por el hecho de
que Estados Unidos había "usurpado para sí el nombre patricio
de América", el enunciado resultaba por demás confuso
y ambiguo. Pronto dejaría de ser ambas cosas. En unos años
quedaría claro que América -es decir, Estados Unidos y con
él el resto de los países del continente-, formarían
el coto privado de América, es decir, del país que se había
apropiado el nombre del continente entero: de Estados Unidos, y de nadie
más.