Angeles González Gamio
La incomparable plaza Loreto
Una de las plazas más bellas y poco conocidas de la ciudad es la de Loreto, situada en una de las partes antiguas de la vieja ciudad de México, hoy llamada Centro Histórico. Su historia se inició a finales del siglo XVI, cuando se creó en las cercanías el Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo, institución que construyó una pequeña capilla, que en el siglo XVII se volvió un templo, al instalarse ahí el colegio de San Gregorio, que dio forma a la plaza y la bautizó.
En 1704 se construyó el convento de Santa Teresa, que habría de ser conocido como Santa Teresa La Nueva, ya que en las cercanías existe uno anterior con la misma advocación; este nuevo templo dio nombre a la plaza.
Cerca de un siglo más tarde, el lugar de la capilla original fue sustituido por un imponente templo, dedicado a Nuestra Señora de Loreto, lo que le cambió el nombre nuevamente a la plaza y que conserva hasta la fecha. Fue obra de los arquitectos Ignacio Castera y Agustín Paz. La imponente cúpula se considera la más alta de la ciudad. El templo se comenzó a edificar por el lado de la torre izquierda, todo de cantera, y el peso de la piedra de inmediato provocó que se hundiera, por lo que el resto lo construyeron del liviano tezontle y lo recubrieron de cantera; esto ocasionó que desde que nació esté ladeado, por lo que no ha faltado quien lo compare con la famosa Torre de Pisa, en Italia. Su arquitectura se distingue por la pureza de sus líneas y el empleo de elementos clásicos. La fachada principal tiene dos cuerpos, divididos por una cornisa corrida, y en los extremos aparecen los cubos de las torres, que muestran pilastras almohadilladas. Particularmente bello es el relieve de mármol, que representa a la Virgen de Loreto.
Por su parte, Santa Teresa La Nueva fue fundado por una piadosa monja carmelita que había heredado una gran fortuna, que le permitió crear un convento para jóvenes que no pudieran pagar dote. La arquitectura del templo es muy austera. Tiene dos portadas gemelas, características de los conventos de monjas. Está recubierto de tezontle y sobrios adornos de cantera. Su lujo son las esculturas de mármol blanco que resguardan los nichos. Tras la aplicación de las leyes de Exclaustración, el convento se dedicó a diversos usos y actualmente, muy transformado, lo ocupa la Escuela Nacional de Ciegos.
El centro de la plaza ostenta una gran fuente que estuvo en el Paseo de Bucareli y que algunos le atribuyen a Manuel Tolsá y otros a Lorenzo de la Hidalga. šVaya usted a saber! El hecho es que es bellísima. La plaza tiene la fortuna de estar rodeada de edificios magníficos, originales del siglo XVIII. Particularmente cabe destacar el que cierra el lado poniente, de sobria fachada, con pequeños nichos y cruces obispales labradas en piedra, como remates en cada esquina; lo construyó en 1735 el arquitecto Eduardo Herrero.
Para concluir nuestra visita hay que mencionar la escultura en bronce que representa a don Erasmo Castellanos Quinto, notable escritor y literato; es obra del escultor mexicano Ernesto E. Tamariz. Y ahora, a disfrutar la pausa gastronómica. Aprovechemos que estamos en los rumbos del castizo barrio de La Merced, para saborear comida libanesa, de la que tenemos múltiples opciones. Entre los restaurantes más antiguos se encuentran El Edén, El Emir y El Líbano; el primero, situado en Venustiano Carranza 148 y los otros dos en República de El Salvador 146 y 158, respectivamente. El más reciente, pero no por ello menos bueno, es El Andaluz, que supera a los otros en lugar, ya que ocupa unas lindas casas del siglo XVII, con sus patiecitos y frescas terrazas, muy apetecibles en estos días de canícula. Se encuentra en la calle Mesones 171.
Entre mis viandas favoritas en cualquiera de ellos, sobresale el shanklish, que es un queso con especias que solían llevar los emigrantes para alimentarse en el viaje; otras son: las lentejas con arroz, tapule, las hojas de parra y el falafel, suculentas gorditas de haba y garbanzo. Si todavía le queda espacio vale la pena degustar un kepe bola o un alambre de carnero. El acompañamiento perfecto es un vaso de jocoque. Imperativo, de postre, alguno de los pastelillos árabes: de dátil, de coco, el dedo de novia, nido de nuez, mamul, burma o el graibe, parecido a un polvorón, que se deshace en la boca. Mmmmm.
[email protected]