Rolando Cordera Campos
Infelicidad sin dignidad
El no a la guerra tiene muchos argumentos de peso, emanados de razonamientos sobre política internacional y, en esa medida, alejados de casi cualquier consideración moral, aunque no necesariamente distantes de la ética laica y pública que ha inspirado muchos de los proyectos conocidos de reordenación del mundo. Decir no, por tanto, puede ampararse legítimamente en un pensamiento racional no sólo histórico sino abiertamente instrumental, en función de un cierto horizonte de intereses nacionales o multinacionales que no admiten como hipótesis principal de trabajo que el único orden mundial concebible después de la guerra fría sea el de la pax americana.
Dicho esto, que los nuevos prácticos de nuestro espíritu público prefieren soslayar en su triste carrera al abismo de la sumisión, no deja de llamar la atención la prisa con la que muchos toman distancia de cualquier referencia humanitaria o de una contabilidad de costos que incluya la demografía de la muerte adscrita a la aventura bélica. Sugerir, por otra parte, que más que de una guerra se trata de un bombardeo masivo sobre Irak, quitándole a la guerra todo vestigio de enfrentamiento real entre humanos, significa, para quien lo haga, salir del juego argumental cuyas reglas ha impuesto un pragmatismo bastardo que ningún honor hace a los padres fundadores de la filosofía estadunidense más reconocida e influyente. Más que de pragmatismo, hay que hablar de obcecación imperial acendrada por la codicia global de quienes conforman el actual grupo gobernante estadunidense, ahora acompañada por la obsecuencia post imperial de quienes en el Reino Unido y España se apresuraron a reconocer su papel de fauna de acompañamiento del brioso nuevo imperio.
Eso de que la moral o la ética no tienen nada que hacer en esto es desde luego negado por el discurso mismo del presidente Bush o los berrinches del presidente Aznar. El primero no ha dejado de referirnos el papel que Dios tiene en sus decisiones para defender a los buenos y los libres, y Aznar empezó en estos días un viaje de tobogán que más bien parece caída libre. Un botón: en su respuesta a Rodríguez Zapatero en las Cortes, el mandatario español le espetó al socialista: "No le voy a pedir lealtad, porque es un ejercicio inútil. Usted está deslegitimado porque ha deslegitimado al gobierno de su país". Así, el orden soñado por Aznar y compañía, ya perfilado por la inmensa violación de las libertades civiles que ha ocurrido en Estados Unidos y las reiteradas amenazas al orden constitucional lanzadas por su gobierno a ciencia y paciencia de su Suprema Corte, se reduce a la obediencia obligada que los súbditos del imperio y sus colonias deben al soberano. No hacerlo, arriesgar una crítica o explorar opciones a sus mandatos, equivaldrá siempre a "deslegitimar" al gobierno, a ser desleal, al final de cuentas a no ser el ciudadano imperial que por otro lado se ofrece.
México debe decir no a la guerra y hacer a un lado la majadera superchería del mercado de votos por bienes virtuales, que no otra cosa son los arreglos inventados en materia migratoria o el buen trato que vendría de Washington en otros aspectos cruciales como podrían ser el desarrollo del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) sobre bases menos tortuosas que las que hoy nos imponen los grupos de interés estadunidenses, o una eventual cooperación de largo alcance para el desarrollo del país, con vistas a una integración económica digna de tal nombre. Nada de esto nos lo va a dar el voto bélico, que sí nos va a quitar lo poco que nos quede de orgullo nacional y ganas de ser una nación soberana.
Se dice que el futuro más probable de México en caso de un voto en contra de la actual posición estadunidense es el de la pobreza, cuando no el de la pérdida irrecuperable de quién sabe cuántas y maravillosas oportunidades. Quienes se atreven a presentar así sus argumentos en favor del alineamiento mexicano con el eje del bien, o no viven en el país o se las arreglan para olvidarse de ello gracias a Internet, o a los cenáculos ilustrados donde se intercambian recetas para sobrellevar el "qué le vamos a hacer, aquí nos tocó". En realidad, lo que nos ofrecen es indignidad, pero no a cambio de felicidad alguna; más bien, de todo lo contrario.
Por esa vía no puede haber amistad bilateral, mucho menos la integración que México debe inventar para abrirse algo de futuro. En el mejor de los casos, la perspectiva de ese humillante intercambio sería la de una absorción a pedazos, entendida como premio mayor para los mejor portados.