Enrique Calderón A.
Fox, hoy
Recibir dinero extranjero para financiar una campaña presidencial no es, de acuerdo con las leyes, un asunto menor, y menos en un país como el nuestro, que viene luchando para darse a sí mismo un régimen democrático.
Definida por Winston Churchill como la peor forma de gobierno, excepto todas las demás, la democracia tiene implícito el riesgo de que sean elegidos para puestos de gobierno no los mejores, ni los más aptos para gobernar, sino los más simpáticos o los más carismáticos, independientemente de su sabiduría y de sus principios. Este riesgo ha sido conocido desde el tiempo de la Grecia clásica, en que los atenienses se equivocaron en la elección de algunos de sus líderes, teniendo que pagar por ello consecuencias muy desafortunadas. El ejercicio de la democracia, y en particular las decisiones, debieran ser motivo de mesura y de reflexión, que fue el caso de nuestras elecciones federales de 2000.
La campaña publicitaria y mediática que presentó a Fox como el producto comercial que México necesitaba en ese momento arrasó todas las expectativas, con un éxito tan sorprendente como absurdo, al hacer que la sociedad mexicana se volcara virtualmente por una serie de eslóganes, de imágenes y de ocurrencias, más que por un proyecto de gobierno que enfrentara los gravísimos problemas que nos afectaban entonces, y nos siguen afectando ahora.
Independientemente de que la lección y el desencanto están convirtiéndose en el denominador común de la sociedad mexicana, vale la pena señalar que la hábil y exitosa campaña de medios utilizada por Fox tuvo un costo muy elevado, y mucho mayor del que ha sido informado a la sociedad, ocultando así información, gracias en parte a las lagunas que existen en la ley respecto a las llamadas precampañas, y en parte también a la existencia de una organización paralela al PAN, denominada Amigos de Fox, cuya legitimidad es hoy ampliamente cuestionada.
Por lo demás, las leyes electorales mexicanas son bastante claras, y parecidas a las de otros países, en particular las de Estados Unidos, en lo que respecta a prohibir la utilización de recursos provenientes del extranjero en el financiamiento de las campañas políticas. Las razones son entendibles: la única motivación presumible de los donantes es reponer su valor con creces, sin importar mucho qué tanto puedan dañar tales acciones al país y a la sociedad a la que el candidato beneficiado va a gobernar. Es por ello que la aceptación y el uso de este tipo de recursos puede configurar un delito equivalente al de traición a la patria, uno de los pocos motivos por los que un presidente puede ser destituido y enjuiciado.
En el caso de Vicente Fox, esa duda está cada día más arraigada, por todo lo que de ello se ha hablado, poniendo en entredicho la legitimidad y la motivación de sus acciones, haciéndole cada vez más difícil la posibilidad de gobernar y de concretar avances, por mínimos que sean. En tales condiciones, debiera ser él mismo el primer interesado en buscar que las cosas se aclaren, y que se aclaren bien, pero no parece ser este el caso.
A cada intento del Instituto Federal Electoral de investigar las cuentas de algunos de los dirigentes de la organización Amigos de Fox, un mar de subterfugios y legalismos son puestos en el camino, mientras que la Procuraduría General de la República parece estar dispuesta a todo, menos a investigar las denuncias recibidas en torno del caso; así, a las sorprendentes declaraciones de la semana pasada por parte del ex presidente de la Comisión Nacional Bancaria y de Valores, que confirman supuestamente la existencia de operaciones de transferencia de recursos provenientes del extranjero, la respuesta ha sido la aplicación de todo el peso de la ley a ese ex funcionario, al tiempo que hacen como que la Virgen les habla en torno del asunto de fondo.
En estas condiciones queda absolutamente claro que la cultura y la fuerza del presidencialismo por encima de la ley se mantienen como en sus mejores tiempos, aunque me atrevo a pensar que en el futuro las cosas se le pondrán muy difíciles al Presidente.