Hermann Bellinghausen
Genio del aire
La noche terminó de caer. En la pequeña fonda rural la luz apenas alcanzaba para definir los contornos. En las mesas, un escalón abajo, reinaba la ausencia, rota sorpresivamente por la silueta de una mujer doblada (Ƒo desdoblada?) sobre un grueso libro abierto. Belarmino, que abriga un respeto casi místico ante quienes leen volúmenes de más de 500 páginas, calló el saludo que empezaba a pronunciar. Así como odia despertar a quienes duermen, detesta interrumpir a quien lee y se absorbe en ello.
Un halo de foco a escasa altura abría un cono sobre la lectura, que no sobre la lectora ni la taza de chocolate humeante que bebía.
Belarmino pidió un café en el mostrador y bajó a sentarse, sin mirar a la lectora. O de reojo. Ella no dio muestras de nada. Un televisor que nadie se interesaba en contemplar transmitía un partido de futbol americano.
El viento frío de la montaña arrastraba girones de neblina. Belarmino fingió leer un diario que extendió sobre la mesa. Un hombre de gorra deportiva le trajo el café y una azucarera. Belarmino estuvo a punto de volcar toda el azúcar en su taza, pero una cuchara sopera lo salvó del desastre.
Como aventadas por el frío, entraron dos personas, un él y una ella, hablándose en inglés. Resultaron australianos, pero eso se supo más adelante.
La nueva situación sirvió a la lectora para salir de la penumbra, y tras su cabellera ensortijada al infinito asomó un rostro que sobresaltó a Belarmino. ƑEn qué materia sutil estaba labrada la que dejaba atrás el libro para saludar a todos y presentarse?
-Soy Ariel.
Belarmino carraspeó. Moviendo un pie pateó una silla y la hizo tambalearse. Por corregir el faux pas se hizo el interesante:
-Mm, qué nombre más shakespeariano.
Ariel lo miró extrañada. Negó con la cabeza y casi con pena le notificó que su nombre era judío. A Belarmino se le iluminó el entendimiento:
-Ah, sí, claro. Igual que el general Sharon.
-No -atajó Ariel, grandes los ojos, mientras los australianos ponían un grito en el cielo y repetían el no de Ariel, sólo que en inglés y horrorizados.
Belarmino y su tacto. Se apenó. La muchacha llamada Ariel, con gentileza que nuestro personaje no dudó en agradecer, le proporcionó una salida:
-En La tempestad, sí. Shakespeare tomó el nombre de los judíos.
Escamado de sus errores, Belarmino resistió el impulso de explicar lo que Ariel significó para el pensamiento criollista latinoamericano y esas bobadas. Una mujer indígena de chamarra y gruesas trenzas devolvió las identificaciones de todos.
Por hacer plática, Ariel contó que había subido las montañas de la tierra antigua, más allá del Espinazo del norte, y venía de regreso. Algo dijo de un suyo hermano allí, antropólogo tal vez. Le brillaron en los ojos obsidianas como espejos.
Entonces, en cosa de segundos, un resplandor conmovió la fonda. Cómo sería que hasta los indígenas apostados afuera se asomaron de volada. Una conmoción arropó el silencio colectivo. Ariel se había puesto de pie, y su cabellera oscura había chocado contra la luz del foco.
Venturosamente, Belarmino permaneció sentado. Se hubiera ido de espaldas con esa exaltación de luz. Perdida el habla, se ahorró nuevas equivocaciones.
Ariel dijo venir del norte, en las costas del Atlántico. Dijo ser maestra en los barrios bajos de alguna Providencia. Dijo que viajaba en busca de un lugar sin frío.
-Y aquí hace mucho -se apretó un hombro con la mano opuesta a manera de rebozo, dejando claro que no permanecería. En la punta de su nariz brilló un lunar exacto, que ni la luna ostentaría sin rubor.
Puesto que ella se había vuelto el tema de la conversación, Belarmino iba a preguntar, Ƒy tú que enseñas?, pero ella se adelantó:
-No sé nada. Viajo para aprender. Si no, cómo enseñaría.
Belarmino volvió a enmudecer, por precaución si se quiere. Los australianos, de natural optimista en un grado ejempar, opinaron:
-Aquí aprenderemos -confió él.
-Ya de hacer el camino es mucho lo que sabemos -dijo ella.
Ariel recibió con deleite la noticia:
-Yo también.
Todos la miraban. No sólo Belarmino, pues. Hasta los indios, que eran ahí los que más han visto: le conocen los ojos a la muerte.
En sobrio ritual, los australianos y la muchacha llamada Ariel fueron conducidos a la niebla. Belarmino abandonó la fonda para reanudar el camino. Al minuto se percató de que dejaba morral y periódico. Desanduvo pues a recoger los olvidos. Por instinto de melancolía, buscó rastros de la comitiva a través de la niebla, sin éxito. Idolos de piedra bien despiertos, los indígenas restantes lo quedaron riendo.