Carlos Bonfil
Chicago
El origen de la comedia musical Chicago -una favorita de la cartelera en Broadway desde 1975--, es una obra teatral escrita en 1926 por Maurine Watkins, reportera del Chicago Tribune, quien documenta en ella, con el sensacionalismo requerido, la crónica de un hecho de nota roja del año 1924: el juicio a dos mujeres asesinas y su liberación por insuficiencia de cargos. El propósito de la obra original parece ser, en aquella época, el de señalar con índice de fuego el deterioro moral y los niveles de corrupción política que se viven en la gran urbe estadunidense. La heroína central, Roxie Hart, debe enfrentar en su agitada educación sentimental, los peligros y tentaciones a que la exponen su frivolidad y atractivos físicos. Su destino está ligado así, de modo indisoluble, a la ciudad que la enaltece y eventualmente derriba, al clima moral que le facilita un engañoso ascenso social. La obra y sus personajes tienen tal impacto que en 1942 inspiran una versión fílmica, Roxie Hart (en México, La pícara Roxie), dirigida por William Wellman y estelarizada por Ginger Rogers y Adolphe Menjou. El modelo de los años 20 prefigura a la Sally Bowles del novelista Christopher Isherwood (Adiós a Berlín), y por ello resulta natural, casi inevitable, que Bob Fosse, el coreógrafo y realizador de la cinta Cabaret (1972), adquiera los derechos de la obra teatral de Watkins para transformarla en 1975 en una exitosa comedia musical, el Chicago que alcanza en Broadway las 900 representaciones.
Luego de un largo silencio, Chicago es repuesta en 1996 con gran éxito, y una puesta aún más reciente obtiene el premio Tony. Esta última es dirigida por el coreógrafo Rob Marshall, quien ahora debuta como director de cine llevando su versión escénica a la pantalla, en colaboración con el guionista Bill Condon. La cinta pretende ser un homenaje al fallecido Bob Fosse, y en algunos números estupendos, como el tango carcelario They had it coming o el trepidante All that jazz, la huella del maestro es evidente. Con todo, la apuesta de contrastar el clima social del Chicago de la depresión económica y de la tiranía gangsteril, con las fantasías y cándidas visiones de Roxie (Renée Zellweger), no tiene resultados fílmicos muy afortunados. Marshall presenta esa realidad social en trazos muy gruesos y escénicamente las fantasías de la joven parecen tristes en decorados relucientes de mal gusto. Sin el aliento y la redondez que el propio Fosse supo imprimir a una comedia musical como Cabaret (humorismo sostenido y fresco, personajes secundarios atractivos, elegancia y malicia en la dirección), la cinta de Marshall recuerda más otra película desigual (no por ello menos entrañable), Dulce caridad (Sweet charity), también de Bob Fosse. Renée Zellweger seduce y domina su personaje, como lo hiciera antes Shirley McLaine; tiene una compañera, Velma Kelly (Catherine Zeta Jones), chispeante y maliciosa, y ambas son representadas en la corte por un emblema de la venalidad jurídica, Billy Flynn (Richard Gere), el abogado que "jamás ha perdido un caso", y que cantando y bailando tap semeja una versión esforzadamente actualizada de Gene Kelly inclinándose del lado de Maurice Chevalier. Hay que destacar dos presencias notables, el marido papanatas de Roxie (John C. Reilly), y la matrona carcelaria Mama Morton, interpretada por Queen Latifa.
Llevar el musical Chicago a la pantalla ha sido un reto en una época en la que tales adaptaciones son vistas con recelo por productores y distribuidoras, y por un público de cine crecientemente escéptico. Desde Evita (1996), de Alan Parker, no ha habido otra superproducción musical que en Hollywood revitalice al género. Está por supuesto el caso del Moulin Rouge, del australiano Baz Luhrmann, pero su barroquismo visual y los riesgos de su propuesta narrativa lo colocan en una categoría aparte, un cine de autor que flirtea con un género en decadencia.
Rob Marshall, coreógrafo de Broadway, se arriesga a revivir este género alternando números musicales muy disfrutables con viñetas narrativas bastante parcas, y con un comentario social demasiado obvio sobre el cinismo y la corrupción en el mundo del espectáculo (en resumen: con la publicidad suficiente, un delincuente se vuelve superestrella, y viceversa). El declarado tributo al arte escénico de Bob Fosse sólo acentúa las limitaciones de este tránsito que hace Chicago del escenario a la pantalla. A la atinada intuición coreográfica de Marshall le falta el complemento de una dirección más diestra y exigente (que no confíe ciegamente en el "carisma" de sus actores), de una malicia mucho mayor y más fina que la pregonada, y de una técnica narrativa sin efectismos, más depurada, que no se limite al atractivo de una sucesión afortunada de números musicales.