Arnoldo Kraus
Adiós, Tito
Tito, y en ocasiones Augusto Monterroso, era uno de esos seres muy poco comunes, muy escasos. Una de esas personas cuyo esqueleto y alma eran fácil presa de la admiración y del cariño de todos los que tuvimos el privilegio de conocerlo. Tan honda era su huella, y tan recta su persona, que no pocos hubiésemos querido ser un poco o un mucho como él. Quizás por su timidez, quizás por haber sido dueño de una mente aguda e irónica como pocas, fue parco y escaso de palabras. Para los escuchas, su ironía oscilaba entre el deleite y la admiración.
"Es cierto -dijo melancólicamente el hombre, sin quitar la vista de las llamas que ardían en la chimenea aquella noche de invierno-; en el Paraíso hay amigos, música, algunos libros; lo único malo de irse al Cielo es que allí el cielo no se ve", se titula una de sus fábulas, donde, en pocas palabras, agudeza e ironía cumplen su cometido. Lo mismo sucedía cuando se platicaba "informalmente" con él: sus ideas y su pensamiento entremezclaban la fina sutileza de la inteligencia y de la perspicacia. Por esas razones a muchos nos encantaba escucharlo cuando hablaba de nuestra ralea política.
Tito fue infinitamente generoso en el oficio de la amistad. Con él se reinventó la amistad y en Tito se inventó la sencillez, esa escasísima virtud que sólo los "verdaderamente grandes" poseen. Todo en él era natural. Todas sus virtudes y logros jamás pasaron por su boca. Toda su persona era un tributo a la humildad.
Alguna vez dijo que su último ideal sería "ocupar media página en el libro de lectura de una escuela primaria de mi país". Su cultura también era fuente de asombro. No en pocas ocasiones encontré en él respuesta a algunas dudas que otras personas no supieron responder. Fue él, por ejemplo, quien me condujo a la fuente original de carpe diem. Tito era, sin duda, un Leuconoe contemporáneo. Lo sabe Horacio, lo sabemos quienes lo conocimos.
"Desde pequeño fui pequeño", escribió Augusto Monterroso como preámbulo para esa modestia extrema cuyos cimientos eran una fuerte dosis de sencillez y otra de timidez. Jamás un yo, jamás hablar en primera persona. Nunca los reflectores, nunca la enfermedad de ser admirado. Al contrario: detestaba las trampas de la fama y no solía tender lazos en torno a quienes estructuraban su persona bajo el engaño de la celebridad, ese mal tan frecuente en nuestros tiempos. Alguna vez confesó que lo que menos le gustaba de los reconocimientos y premios que había recibido era tener que lidiar con todos los compromisos sociales que eso implicaba. Tito también fue inventor de la antisolemnidad. Sin duda, por eso era fácil acercarse a su persona. Dentro de su riqueza ejerció, asimismo, esa virtud tan olvidada en nuestros tiempos, la autocrítica: "No se necesita mucha 'preparación' para escribir un cuento pero sí alguna para saber si ese cuento está bien o mal".
Tito era una suma imposible: grandeza, sencillez, ironía, timidez, antisolemnidad, modestia profunda, amistad, generosidad y compromiso social -mucho, muchísimo le pesaba la miseria y la injusticia social. Y Tito era una suma imposible porque Ƒcómo colocar en una misma hilera tantas cualidades?, Ƒcómo conciliar bajo un sumando tantas virtudes? Lo cierto es que tantos atributos no suelen cocinarse en un mismo cuerpo.
Como bien han dicho los críticos, Monterroso era el genio de lo breve, el maestro de lo corto, del humorismo y de la ironía. Como bien sabemos los que tuvimos la inmensa suerte de tratarlo, Tito era las manos de la sencillez, de la generosidad, de la amistad. A sus 80 años era tan transparente como cualquier niño de 10.
Murió Tito. Quedan sus libros, quedan sus palabras. Queda Bárbara Jacobs, compañera ejemplar de Monterroso y, sin duda, buena parte de esa escuela maravillosa del quehacer humano y de ser humano. Adiós, Tito. Te abrazamos, Bárbara.