Pedro Miguel
El Hach
La peregrinación a lugares santos es un hábito que muchas religiones prescriben a sus fieles y tal vez sea una forma discreta y sutil de obedecer a los genes que los humanos tenemos en común con las focas de Groenlandia, los salmones y las mariposas monarcas, entre otras especies de animales dotados de hábitos migratorios regulares. También es una vía para inducir sentido de comunidad entre los fieles -no hay que olvidar que los curas católicos emplean sin rubor el término rebaño-, quienes, una vez reunidos en el punto de encuentro, pueden librarse a toda suerte de prácticas gregarias.
Desde ayer, y por lo menos hasta que Occidente celebre el día de San Valentín, se encuentran en La Meca algo así como 2 millones de musulmanes -medio millón de saudiárabes y millón y medio de extranjeros- en cumplimiento de una peregrinación, El Hach, quinto pilar de la fe mahometana, el viaje a los terruños del Profeta que todo perteneciente a su religión debe emprender al menos una vez en su vida.
Para algunos musulmanes ese periplo de motivaciones espirituales es también una oportunidad de hacer algún dinero. El año pasado, la BBC relató, en el reportaje titulado El negocio de la peregrinación, las peripecias de una familia procedente de Daguestán que ha viajado a La Meca, en automóvil, en varias ocasiones (http://news.bbc.co.uk/hi/spanish/misc/newsid_1879000/1879157.stm). En su recorrido de dos meses pasan necesariamente por Azerbaiján, Irán, Irak, Siria y Jordania, donde van vendiendo las alfombras, las muñecas, las espadas y los objetos de cristalería traídos de casa. Antes de volver a casa cargan sus vehículos con otros productos que irán mercando por la ruta inversa.
En años anteriores, esta reunión de la Ummah ha tenido desenlaces sangrientos, ya fuera por la corrupción que aflora cuando miles de personas se trasladan de un lugar a otro, por el analfabetismo de las autoridades sauditas en materia de manejo de multitudes, por las fracturas milenarias del Islam o, simplemente, porque en La Meca hace calor y los ánimos se incendian con facilidad. En febrero del año pasado no ocurrió nada especial en esa ciudad sagrada, pero en Kabul el ministro del gobierno interino que Washington acababa de imponer allí -Abdul Rahman- fue linchado en el aeropuerto por miles de peregrinos a quienes enfureció el retraso de vuelos hacia Arabia Saudita. En 2001 decenas de personas murieron apachurradas durante el ritual de La Lapidación de Satán, que se realiza en los tres pilares conocidos como Jamrahs, cerca de La Meca. Tres años antes, 118 fieles perecieron en una estampida; el año anterior un incendio mató a 343 peregrinos, y en 1987 una confrontación entre chiítas iraníes y sunitas locales dejó cuatro centenares de cadáveres en las explanadas de La Meca.
Este año las conmemoraciones del Hach son más ominosas que nunca para la Ummah, porque está en vísperas de perder a una parte de sus fieles iraquíes, y para la humanidad en general, la cual verá reducida su membresía a causa de la guerra. Por estos días, los mahometanos que se dan cita en La Meca podrán ver, como señales nefastas de anunciación, las estelas de vapor que dejan los aviones F-15 Eagle y Tornado (producidos por los cristianos Estados Unidos e Inglaterra, respectivamente). Esos pájaros supersónicos patrullan ahora los cielos de Arabia Saudita, en prevención innecesaria de la conflagración inminente en el país vecino, y como enésima prueba de que los jeques saudiárabes tienen, dirían en la Bondojo, un poco más de uleros que de ulemas.
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