Poetas y juglares
de la Sierra Gorda
Eliazar Velázquez Benavídez
Doña "Chana", la partera, nos traía al mundo por unos cuantos pesos, o eso imagino, porque igual era a cambio de algunos manojos de piloncillo o monedas del 07.20. La casa se vaciaba a la hora del parto. Con su figura de buda jalaba las vidas nuevas desde el vientre. Como parte de la fantasía que cada generación habría de renovar, se sentaba en la puerta y desde el camino los jinetes lanzaban monedas a un plato de aluminio.
Eran los días cuando en Xichú las familias saboreaban la palabra en el fogón y los ancianos ocupaban las tardes disertando acerca de la cristiada y el agrarismo. Entre el murmullo de palabras y alboroto de pichones aparecía en la plaza Gudelia, mujer solitaria que cultivó flores y siempre durmió a escasos metros del cementerio. El cacique ladeaba el sombrero y por las hendiduras del aire llegaban las risas y la nostalgia del mineral que floreció a mediados del siglo.
El cielo estrellado, las tormentas de junio, el verdor de los nogales en otoño, la mitología en torno a la tierra y el devenir tribal esbozaban la burbuja de los sueños.
Así giraba el tiempo cuando en un cuarto con imágenes de vírgenes y santos un hombre veinteañero --lector de los poetas de la guerra civil española-- recién inaugurado en la pasión por la décima y la guitarra quinta huapanguera, rasgueaba las cuerdas, mientras Guadalupe "el yerbas", un viejo herrero y violinista, le mostraba cómo acompañar el son del "taconcito". Al lado, en otra fragua, montones de fierros esperaban el amanecer para entregarse al fuego.
En aquel reino transparente, Guillermo (quien luego sería
el trovador de Los Leones de la Sierra) envuelto en su fiebre iniciática
abrazaba con vigor el instrumento, sus dedos inexpertos recorrían
el diapasón, balbuceaba versos octosílabos todavía
deshilvanados y, como una danza silenciosa, al llamado de las manos ennegrecidas
del violinista comenzaban a salir de las esquinas del cuarto los patriarcas
vivos y muertos de un antiguo saber.
El caminar de la tradición en el siglo
¿Cómo se ha ido eslabonando entre siglo y siglo, entre tiempo y tiempo, la costumbre de las topadas?, ¿cómo es que el espíritu de los trovadores y juglares medievales sigue andando en los caminos del centro de México?
En el reino de los memoriosos se dibujan como siluetas o a veces con rostro preciso, los "guitarreros", "cantadores", "trovadores", "poetas" --así llamados indistintamente-- que desde los días de la Revolución se convirtieron en los depositarios de las claves y secretos, ya desde entonces, algunos situados en el rango de intérpretes y versificadores, otros privilegiados por la luz de la poesía, pero todos campesinos de vivir hondo que a veces sin saber leer ni escribir o deletreando el verso en viejos cuadernos hicieron un ejercicio prodigioso de la memoria. En su mayoría originarios de la zona media de San Luis Potosí, estos músicos y trovadores que urdieron la trama de la tradición entre el siglo XIX y XX se distinguieron por la tenacidad para el aprendizaje. Acudieron a buscar el conocimiento de los mayores, y muy a la usanza de la economía campesina de entonces, intercambiaron animales, productos o jornales a cambio de la técnica para glosar décimas o acceder a repertorios de sones, jarabes y valonas. Además de cumplir su papel de divertidores y cronistas de lo inmediato, estiraban la "espinela" hasta los límites de su talento y del universo de lecturas a su alcance: Biblia, compendios de historia sagrada, astronomía, geografía, relatos de gestas medievales. En esas fuentes, encontraron argumentos para versificar en toda la amplitud que la tradición exige porque el motivo de la celebración impone la temática.
Vivieron su aprendizaje cuando abundaban arrieros expertos en las contingencias de la montaña, olor a pólvora, silabarios, casas de zacate y tejamanil, sombrero ancho y huaraches de piel cruda. Los conjuntos, entonces integrados por tres músicos, pulsaban rústicas guitarras y violines en ocasiones fabricados por ellos mismos, con variados estilos --algunos con marcada influencia de poetas románticos-- versificaron del progreso, de la primera guerra mundial, hicieron el recuento de los protagonistas de los movimientos sociales y políticos de la época. En su descripción de hambrunas y ciclones asomaba un mundo rural entonces vigoroso.
Con esmero preparaban su obra y se plantaban en las velaciones de imágenes o angelitos y en las topadas respetando rigurosamente el código de honor, el reglamento musical, literario, y la dinámica del combate ya delimitada por la disertación acerca de temas de fundamento hasta la medianoche y luego el desafío picaresco o "bravata" hasta el amanecer.
A finales de los años cuarenta comenzó a formarse un nuevo círculo enraizado en el estilo y mística de sus antecesores. El contexto social y cultural cambiaba lentamente. Junto a la tradicional ropa de manta y los huaraches llegaron los zapatos, proliferaron aviones en el espacio, se masificó la radio, y la emigración a los Estados Unidos anticipó su relevancia futura y sus síntomas racistas en "los enganches" de trabajadores que antes de pisar suelo estadunidense eran rociados con insecticida.
Las guerras, las catástrofes naturales y la visión apocalíptica del fin de milenio, fueron asuntos abordados por los trovadores junto a las obligaciones poéticas de cada fiesta.
Cuando en el país comenzaba el proceso de industrialización acelerada y en la ciudad de México Octavio Paz publicaba El laberinto de la soledad, se consolidaron estilos poéticos y musicales que sujetos a la estructura tradicional registraban la variedad de temperamentos artísticos.
En las poesías de bravata o aporreón la metáfora y el ingenio fueron recursos muy frecuentados. Como entre los patriarcas la elegancia, la precisión y la pulcritud del verso fueron importantes referentes éticos. Más que quienes los sucederían, recorrieron casi siempre a pie o a caballo las rutas interiores. En parajes recónditos, mediante el verso esparcieron información a la que de otro modo difícilmente se accedía. Esa manera de vivir su destino les otorgó una percepción del tiempo y el espacio más cercana a los ciclos de la tierra que a las prisas y atmósferas urbanas asomando en los alrededores.
Cuando el siglo se acercaba a su último tercio, ¿qué podía hacer la décima, la voz al aire libre, el violín y la guitarra sin amplificación frente a la música electrónica que comenzaba a avasallar espacios y a condicionar la sensibilidad?: confinarse en reductos donde la lealtad respondía a sentimientos religiosos, al aislamiento que impedía la llegada de las cumbias o el gusto de los campesinos adinerados.
Sin embargo, la acumulación de circunstancias que en ocasiones logran acrisolar en algún punto secreto de la historia, hicieron emerger de sus reservas subterráneas el anuncio de un nuevo eslabón: la cibernética se instalaba en el mundo cuando nuevos y talentosos huapangueros ganaron su sitio y autoridad vía la ineludible ruta del combate en las topadas.
El momento actual muestra perfiles inéditos, fulgores y deterioros acentuados, la vitalidad de este ciclo se ha fincado en el virtuosismo de algunos poetas y músicos (ya sea para el canto, la improvisación o la ejecución instrumental), en la incorporación de contenidos sensibles y próximos al escucha, en la desprejuiciada asimilación de lenguajes y vivencias que los nutren y en la obstinación de quienes anteponen la fiesta y el sentido comunitario al espectáculo y la folclorización. Sin ser lo más general, algunos trovadores han tenido la virtud de fundir tiempos varios, construir puentes entre lo lejos y lo cerca, y jugar novedosos riesgos creativos.
En la poética y en el alma sonora del huapango arribeño hay hallazgos de siglos. Al igual que en otros géneros del son, aun en medio de claroscuros, mantiene la virtud y el privilegio de resguardar el arte de la poesía pública, de cultivar la memoria como invocación y resistencia, de ejercer la palabra como un acto supremo de invención y revelación.
En la concentración de esos impulsos reside la
fortaleza de los trovadores y juglares modernos que en la sierra andan.
Porque no son las instituciones o los medios masivos, sino el ritual de
la topada, la celebración sagrada o profana, el don poético
y el destino, los elementos que alumbran su ser y sostienen su caminar.
Invocación
Conocí los ojos de don Francisco Berrones cuando miraban. También ciegos. Y no he dejado de pensar cómo es que aun ciegos tenían luz.
A principios de los ochenta, llegué a su vivienda, sencilla, y con una higuera de silueta larga. ¿Cómo no asombrarse al encontrar tras la puerta un diluvio de versos finos y su conversación vigorosa reconstruyendo combates con otros poetas, topadas infinitas alumbradas con versos improvisados cual racimo de velas que el viento atosigaba?
Mientras en los cerros del entorno se dejaban oír ladridos y chicharras, me atraparon sus manos grandes, su barba, su cuarto austero, el modo como lo poseía la intuición poética, su voz dando vida a décimas manuscritas en un grueso libro.
Desde los primeros instantes, generoso, me dejó entrever su intimidad humana y el contorno de lo que ahora se conoce como huapango arribeño, porque en esos años fuera de la Sierra Gorda y de la zona media potosina muy poco se sabía de esta vertiente del son mexicano, a tal grado, que aunque a lo largo del siglo él y sus contemporáneos adoptaron y pulieron un lenguaje para definirlo, es de hechura reciente mucho del "palabriaje" --como se dice en la sierra-- que actualmente lo nombra.
Don Francisco Berrones me abrió su casa, su corazón, sus versos; por él supe que es posible vivir enraizado en algún lugar del mundo y abrir la piel y el pensamiento a lo diverso, y también que la sensibilidad, la luna y la muerte no saben de fronteras y que las rutas de la poesía son impredecibles y misteriosas. Mirarlo amanecer enfebrecido por las décimas que ni en sueños lo soltaban, hacía de mí un pozo de inquietudes. En un panorama obstinado en compartimentar el arte y en trazar líneas entre "lo culto y lo popular", el encuentro con este poeta-juglar me alimentó la certeza de lo provisional que son muchas de nuestras aproximaciones. La realidad es más vigorosa que nuestros espejos.
Luego de más de 15 años de inaugurar aquella amistad, sigo paladeando su palabra, el jerez, los cigarros faros, las tortillas recién salidas del comal, la fraternidad de doña Luz, su esposa. Ya me acostumbré a sentir fresca su presencia, así haya cargado su ataúd en el poblado del semidesierto a donde emigró. Aun están derritiéndose en mis manos las veladoras que encendió doña Luciana y los versos con los que sus amigos redimieron en la tumba la tristeza.
En la tierra que los pies de don Francisco ya no andan, se tienen noticias de que don Antonio García, uno de nuestros mejores improvisadores y guerreros del verso, esta cansado y enfermo, y apenas el 25 de agosto sepultamos a don Eusebio Méndez, violinista legendario que durante cincuenta años tocó en humildes rancherías y en innumerables sitios del país y del mundo. Don "Chebo" fue un ejemplo de cómo el músico campesino puede transitar con silenciosa dignidad y prestancia en ámbitos diversos.
Una a una se desgranan las pesadumbres, aunque cura saber que siguen floreciendo voces como la del poeta Guillermo Velázquez, quien luego de aquellas lejanas noches de asombro abreva tenaz en la filigrana del destino y se planta a cantar "cómo árbol firme, seguro de mi savia y mis raíces".
Así, contrapunteando la muerte, el fuego irreductible de la vida y la tradición nos dispone a hombres y mujeres de la Sierra Gorda a envolvernos en la fiesta que a modo de río crecido nuevamente sucederá en Xichú los días últimos del año.
En esa celebración del alma serrana cabalga poderoso
el son de México, el Son..