Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Sábado 23 de noviembre de 2002
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Política

Ilán Semo

Occidente

Las versiones menos remotas del término Occidente datan de los filósofos de la Ilustración. Las más sistemáticas provienen de las obras de Kant y Hegel, aunque abundan también en la Ilustración francesa y la inglesa. A unos y a otros los asombra en principio la capacidad de ese reducido número de países europeos -para los ilustrados del siglo XVIII, Occidente se reducía a Inglaterra, Francia, Alemania, Holanda y el norte de Italia, "lo demás es una copia burda", solía decir Hegel-, que en tan sólo tres siglos se transformó en la fuerza hegemónica de la cultura, la economía y la política mundiales. España quedaba invariablemente excluida del recuento. Una exclusión justificada, y no. Entre los siglos XV y XVI España acabó de fijar la frontera imaginaria y real de Occidente con la expulsión de los árabes y la expansión al Nuevo Mundo, pero en el siglo XVII se derrumbó frente a las puertas de la Ilustración y la Revolución Industrial.

Uno de los debates más prolíficos del pensamiento europeo a lo largo del siglo XIX gravitó precisamente en torno de los orígenes de Occidente, ese confín del mundo que Schopenhauer definió como "un centro cargado con todas las fuerzas de la creación, y todas las de la destrucción". Para Ranke, al igual que para Max Weber más tarde, los orígenes modernos de Occidente debían buscarse en la Reforma protestante. El protestantismo había traído consigo no sólo un viraje religioso sino una revolución ética y moral: una sacralización del mundo del trabajo y de la vocación, eje de cualquier programa que se asome a los dilemas de la modernidad. Burckhardt, en cambio, prefirió buscarlos en el Renacimiento italiano y el jansenismo francés (el cartesianismo, en particular), que cifraron la más obvia de las obsesiones que, desde el siglo XVI, hacen tan peculiar al logos occidental: la obsesión por la razón. Sin embargo, todos ellos compartían un singular (y acentuado) pesimismo frente al porvenir que aguardaba al panorama occidental. Ranke no creía que Occidente podría evitar ese estado de "guerra perpetua" que lo había caracterizado desde sus orígenes. Burckhardt entrevió la posibilidad de su autodestrucción. Weber predijo su "burocratización universal". En cierta manera, tuvieron razón, y no.

Una historia de larga duración que se inicie en la Revolución Francesa y culmine en 1945 mostraría que es difícil encontrar otro "confín del mundo" en el que las "fuerzas de la creación y de la destrucción" se hayan dado la mano con tan severa intensidad. En ese siglo y medio, las guerras que dominan la geografía europea nunca cesan. Todas ellas provienen de una geopolítica que se debate alternamente entre la fragmentación y la unificación. Napoleón fue el primero en intentarla infructuosamente. le siguieron, en cierta manera, Bismarck y después el káiser en la Primera Guerra Mundial. El fascismo alemán marcó el último y estrepitoso intento de unificar a Europa bajo la dirección y la imposición de una sola fuerza.

Tocó a un miembro reciente del club occidental fraguar un equilibrio en el que, por primera vez y durante más de medio siglo, las grandes potencias no chocaron militarmente entre sí. La guerra fría, ese teatro de sombras nucleares que contuvo a Estados Unidos y la Unión Soviética de destruirse mutuamente, trajo consigo el periodo más largo de paz que conoce la historia europea. En ella se forjó una alianza entre Estados Unidos y Europa occidental que parecía depender, estrictamente, de los lábiles equilibrios de la propia guerra fría. Es decir, una alianza que parecía ser estrictamente pasajera.

Pero la historia llega siempre por el lado más inesperado. Lo que se forjó, al parecer, durante la era glacial de la guerra fría fue, en realidad, un nuevo e inédito imperio: un imperio que coliga por primera vez a las naciones centrales de Occidente en una alianza que incluye a quienes durante más de medio siglo se disputaron la hegemonía internacional por separado. ƑOccidente como imperio unificado? Suena intimidante, porque el dilema para los países que lo circundan, como México, de este lado del Atlántico, y Turquía y los del Este europeo, del otro lado, se reduce a ser partícipes de ella o no; y para los países -la mayoría- que no tienen esta opción, la disyuntiva se limita a cómo sobrevivir entre las contradicciones que inevitablemente surgirán en su seno.

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