CUMBRE IBEROAMERICANA
Marcos Roitman Rosenmann
Gobernantes al borde de un ataque de nervios
De las cumbres a los abismos de la mediocridad. Otra más...
Regularmente se preparan los faustos del ritual que convoca a presidentes
de gobierno y jefes de Estado de la comunidad iberoamericana a reunirse
para mantener encuentros fundados en la hermandad y las buenas maneras.
Banderas izadas, pomposos discursos de bienvenida, calles rebosantes de
niños con banderas gritando al paso de las comitivas sintetizan
la algarabía de una reunión entre amigos. Cenas, comidas,
desayunos, reuniones bilaterales, trilaterales o plenarias. Tiempos de
entrevistas, de comunicados y declaraciones. Periodistas ansiosos de tener
una exclusiva. Nuevos presidentes a los que se acoge. Despedidas a quienes
culminan sus mandatos. Risas, dolores de cabeza, úlceras, cocteles,
acidez estomacal y mucha "sal de frutas". Todo ello en tiempo récord.
Una parafernalia donde no se deja nada a la improvisación, en particular
lo concerniente a la seguridad, ahora que el fantasma del terrorismo, identificado
en Osama Bin Laden, puede aguar la reunión.
El camarote de los Hermanos Marx no es una buena comparación,
aunque por el tumulto y el ruido generado no tiene nada que envidiar a
las cumbres iberoamericanas. Pero hay una salvedad. Las cumbres no están
destinadas a causar risas, hacer fotos de familia, dar apretones de manos
e intercambiar tarjetas de visita, sus fines son otros. Se trata de alcanzar
acuerdos políticos orientados a la solución de los problemas
más acuciantes en la región. Tal vez me equivoco. Quizás
los objetivos sean otros. Intereses menos altruistas que se negocian en
las habitaciones y en las suites privadas de los hoteles mientras
la opinión pública duerme y no se entera.
Ahora bien, si somos optimistas y pensamos que la voluntad
de reunirse colectivamente es buscar soluciones a los problemas más
acuciantes, todavía nos queda un largo trecho por caminar. Seguramente,
para la casi totalidad de presidentes y el monarca español, excepción
hecha de Cuba y Venezuela, el problema más grave que enfrenta América
Latina reside en superar los obstáculos y romper las resistencias
para poder trasformar el subcontinente en un macroespacio donde construir
un supermercado común. Una superficie donde las transnacionales
y el capital financiero puedan campar a sus anchas para que bancos e instituciones
de crédito como el Santander Central Hispano, el Bilbao-Vizcaya
Argentaria o Banesto convivan con Telefónica, Repsol o Dragados
y Construcciones en calidad de comparsas de las empresas japonesas, estadunidenses
y europeas. Una bacanal no en honor a Baco sino al dios dinero. Ebrios
de poder se dejan llevar por la mano invisible del mercado que les depara
un orden espontáneo basado en el lema de que vicios privados hacen
virtudes públicas. Libertad para explotar y empobrecer el ambiente,
así como para disponer de una mano de obra barata, ese es el objetivo
a cumplir. Sólo de esta manera se comprende la algarabía
que produce en empresarios y banqueros la celebración de las cumbres.
Es buen momento para imponer sus propuestas a políticos tecnócratas
ávidos de protagonismo mediático.
La orgía del libre mercado se presenta como la
gran salida a los problemas de hambre, miseria y desigualdad. El cuerno
de la abundancia se llena con el advenimiento del Area de Libre Comercio
de las Américas o el Plan Puebla-Panamá. Todo tiene que estar
dispuesto para la nueva era de progreso. Los presidentes se sienten satisfechos
y se emborrachan de palabras grandilocuentes.
Lamentablemente para sus fines, siempre en estos banquetes
hay invitados que desentonan. El llamado a la conciencia y el compromiso
ético es un recordatorio de mal gusto. La estrategia es el aislamiento,
la descalificación o ignorar su presencia. Seguramente para evitar
exabruptos, malos modos y actitudes histéricas con presidentes al
borde de un ataque de nervios, el mandatario de Cuba decide con buen criterio
no presentarse. Una forma digna de mostrar su disconformidad con la dirección
que toman las cumbres. Más allá del cariño que pueden
sentir los pueblos por la revolución cubana, la posición
de no comparecer debe entenderse no como un desaire, sino como una protesta
frente a la superficialidad y la frivolidad del ritual. Sin embargo, Cuba,
por responsabilidad y también por cortesía no rechaza la
invitación, su vicepresidente encabeza la delegación. Sin
duda, nadie se marchará de la mesa, todos asistirán impávidos
al discurso; pero como siempre sus argumentos y llamados a la justicia
social serán desestimados cayendo en saco roto. Aun así se
acude. Gesto que dignifica. En este orden de cosas, también nos
encontramos con la descalificación realizada por mandatarios en
activo al presidente de la República Bolivariana de Venezuela, Hugo
Chávez. Baste recordar que desde España, el gobierno del
Partido Popular en complicidad con el Partido Socialista Obrero Español
apoya el proceso de desestabilización política del gobierno
constitucional venezolano. Su compromiso con el fallido golpe de Estado
encabezado por empresarios, la patronal, los sindicatos amarillos y los
partidos políticos tradicionales, organizaciones fuertemente cuestionadas
por la sociedad civil venezolana, está fuera de toda duda razonable.
Dos hechos a los cuales se pueden sumar la actitud hostil de muchos presidentes
a Venezuela, Cuba y, desde luego, pronto a Brasil tras el triunfo de Lula.
Las cumbres representan una América Latina decadente,
cuyos responsables políticos están ensimismados en descubrir
cuál es el mejor modo de renunciar al ejercicio de la soberanía
para así poder justificar sin sentimiento de culpa la entrega del
país al capital trasnacional. Hoy la cumbre no suscita ni en España
un titular de primera página en El País. No olvidemos
que fue España la partera del proyecto. Su nacimiento fue entendido
como acto de afirmación imperial de una España fatua que
celebrara el quinto centenario de la Conquista y del etnocidio de América.
Con un planteamiento grandilocuente y recuperando la idea franquista de
una sociedad iberoamericana de naciones, maquilló su proyecto y
lo modernizó hasta convertirlo en un evento legitimador de una España
monárquica, cuyo principio de ordenación democrática
se trasladaba al continente latinoamericano con la esperanza de recuperar
su influencia perdida. Proyectada por sus dirigentes posdictadura como
modelo de democracia, de pactos, de gobernabilidad, vende esta imagen en
la región. La realidad es otra bien diferente. Tras una capa de
modernidad emerge una España profunda, donde el caciquismo y las
tradiciones autoritarias son demostración de una cultura provinciana
anclada en los valores del franquismo sociológico que subsisten
en las figuras de los presidentes de gobierno que han participado en las
cumbres iberoamericanas, pero que se extiende a la mayoría de los
presidentes latinoamericanos que frívolamente asientan y bailan
al son que marcan la España y el Portugal comunitarios. Unicos interesados
en preservar las cumbres para beneficio propio. Tal vez pronto tendremos
que cantar un réquiem por ellas.