El jueves fue el estreno del musical basado
en la novela de Víctor Hugo
Los miserables, canto a la libertad que une
el amor y la revolución
La pieza, de casi tres horas, es de elevados
contenidos humanos y dramatúrgicos
ARTURO CRUZ BARCENAS
El musical Los miserables, canto a la libertad,
se estrenó el pasado jueves en el Centro Cultural Telmex, con las
actuaciones protagónicas de Carlos Vittori (Jean Valjean), Luis
René Aguirre (Javert), Pía Aun (Fantine), Roberto Blandón
(Thénardier), Laura Cortés (Madame Thénardier), Ernesto
D´Alessio (Marius), Natalia Sosa (Eponine) y Claudia Cota (Cosette),
entre otras decenas de profesionales del teatro, en una puesta en escena
de altas pretenciones dramatúrgicas y elevados contenidos humanos.
Basado en el clásico homónimo de Víctor
Hugo, la pieza se desarrolla a lo largo de casi tres horas, con un intermedio
de 20 minutos. El macrocosmos social (riqueza, pobreza, revolución,
despotismo, fe), y el microcosmos de las relaciones personales, amorosas,
íntimas, de odio, esperanza, la luz y la oscuridad éticos,
la bajeza, la traición y la lealtad, ocurren con una escenografía
imponente, donde destaca un círculo giratorio en el piso que da
dinamismo a los desplazamientos escénicos; todo para apoyar los
parlamentos, basados en la adaptación de Trevor Nunn y John Caird.
En
la imaginación teatral, los claroscuros propios de la época,
que Víctor Hugo captó con su pluma talentosa, son traducidos
en cielos donde miles de estrellas refulgen, para situar la pequeñez
del hombre en el Universo. La novela fue escrita en época de convulsiones
sociales, de levantamientos populares (estaba aún fresco el parto
histórico de 1789, en Francia, que cambiaría el curso del
devenir), y Hugo relata dos dramas: el de la Francia agitada por la revolución
social, anhelante de libertad, fraternidad e igualdad, y el de un hombre
(Valjean) condenado a trabajos forzados durante 20 años por el simple
hecho de haber robado un pan.
La puesta en escena, cuadro a cuadro, en los dos actos,
es un collage de apóstrofes para la foto. Brilla el diseño
de luces de David Hersey. Los rojos son sangrantes, los negros más
oscuros. Cuando quiere resaltarse una virtud, un gesto amable, un haz marca
el camino, el cuerpo, la mano en alto. La música de Claude-Michel
Schöenberg, supervisada por Seann Alderking, es ejecutada por la orquesta
dirigida por Isaac Saúl, quien se llevó elogios y tarareos.
El lado cómico recae en los Thénardier (Blandón
y Cortés), lúmpenes arribistas sociales con gran capacidad
de adaptación en los estratos. Blandón deseaba interpretar
a Valjean, pero el papel le quedó a la medida de su potencial histriónico.
Las barricadas, líneas de lucha, se arman con dos
moles que se ensamblan. Los personajes suben y bajan entre disparos. Los
niños actores dan el tono cándido, sensible, heroico, sobre
todo cuando uno muere al recolectar parque entre los enemigos muertos.
La persecusión del inspector Javert contra Valjean
es implacable. Para el representante de la ley, de la policía, un
criminal no puede redimirse y tarde o temprano debe volver a la cárcel.
El pasado pesa en el futuro, el pedazo de pan se paga con 20 años
de encierro. Pero Valjean no huirá por siempre. Luego de un error,
al robar a quien le dio la mano, comida, cobijo, y experimentar la misericordia,
la bondad y dadivosidad, dos candeleros simbolizarán la ruta del
deber ser, del pagar amor con amor.
En medio del drama social, Valjean conoce a Fantine, una
buena madre que es orillada a prostituirse para dar de comer a su hija
Cosette. La sífilis, Armagedón que deambulaba por las calles,
entra en el cuerpo de Fantine. En su lecho de muerte, el ex presidiario
promete buscar y cuidar a Cosette, que será rescatada de los malos
tratos de los pillos Thénardier. Con la velocidad de un suspiro,
Cosette es ya una señorita que despertará el amor de Marius,
estudiante que se une a la revuelta.
En el combate final, Marius ve morir a sus amigos; herido,
es salvado por Valjean, quien arriesga su vida para cumplir su promesa.
Las dos historias se unen en el segundo acto. La revolución y el
amor. Valjean decide irse para evitar un daño a Cosette y Marius.
La nobleza lo lleva a un cuarto donde, sobre una mesa, espera la muerte.
Reza ante un crucifijo y los candeleros que robó y que marcaron
su vida.
El cuadro es emotivo. A estas alturas hay lágrimas
entre el público. La obra ha penetrado en la sensibilidad, en la
experiencia propia. Valjean ha hallado la libertad no en este mundo, sino
en la otra vida, donde Fantine le extiende la mano con una atmósfera
musical de réquiem.
Estalló el aplauso, los ¡bravo! "Yo la vi
en Londres y esta versión no tiene nada que pedirle a la de allá",
fue el comentario de una dama.
El enojo de Mackintosh
Cameron Mackintosh mostró cierta molestia porque
algunas personas llegaron tarde, otras se levantaban, quizá para
irse, y por el sonido de algunos celulares. Sobran motivos para su enojo.
El principio de la obra (que es básico para entender lo ulterior)
es vertiginoso. Equivaldría a unas 70 páginas de la novela
de Víctor Hugo. El erotismo, que el escritor francés plasma
en su obra, aparece como un amor sin roces. Broadway dixit.
Al final, una producción que cumple los sueños
de los productores Morris Gilbert y Federico González Compeán,
quienes esperan salir airosos y mantenerla en cartelera por mucho tiempo.