Néstor de Buen
Unos primos despistados
En mi programa del miércoles pasado con Guillermo Ochoa, en el que el tema que pensaba desarrollar y finalmente fue el elegido era otro: el 13 Congreso Iberoamericano de Derecho del Trabajo, que la próxima semana llevaremos a cabo en Puebla, no resistí la tentación de empezar con una lamentación imposible de evitar: "šQué desgracia el triunfo de los republicanos en Estados Unidos!"
Memo me contestó, con más gracia: "Y a ti, Ƒqué te importa?"
Tenía razón Memo, como casi siempre. Realmente no era, aparentemente, mi boleto. Pero lo peor del caso es que sí es mi boleto, y el de toda la humanidad. Me comenta Nona que en las mañanas entretiene su despertar en la caminadora con las gracias de Brozo y que su comentario, genial, fue que los estadunidenses votaron por la guerra. Y ese es un negocio muy feo.
Hoy, charlando con un amigo entrañable pero muy conservador, me decía, casi satisfecho, que apostaba a que Estados Unidos ganaría la guerra contra Irak. La afirmación no me pareció aventurada sino escandalosa. Porque en términos de mecanismos bestiales para hacer la guerra, los gringos no tienen competencia. Pero detrás de la guerra, ganada desde arriba, está la guerra combatida desde abajo. El ejemplo de Afganistán es notable. Los ocupantes no ocupan más que el terreno que pisan. Lo demás son fantasías.
La guerra de guerrillas, aquella que iniciaron, creo, los españoles en contra de Napoleón, es más eficaz de lo que pueda imaginarse, y al final del camino la ganan las guerrillas: remember Vietnam. Que lo cuenten Kissinger y su paz forzosa, con su medallita y la lana del Premio Nobel, como fin de fiesta: la primera guerra que perdió Estados Unidos en su historia. Y como dice la canción: "La historia vuelve a repetirse..."
No entiendo, o quizá no quiero entender, que los republicanos controlen hoy el Congreso en su totalidad. Con la cara que tiene su presidente no es razonable aceptar que haya convencido al electorado para que se declare más conservador que nunca. Por lo menos su padre posaba un poco mejor para las fotografías. Y su hermanito, el hacedor de milagros electorales en Florida, parecería de cuidado. Como otro futuro heredero monarcal del dominio de los Bush en este nuevo imperio romano, nomás que sin derecho ni cultura ni arte. Tecnología, la que quieran.
Siempre he sentido una profunda admiración por Estados Unidos. En los remotos tiempos de la guerra de España, la presidencia de Roosevelt hacía concebir esperanzas, que la paz que siguió a la Segunda Guerra Mundial mandó a la basura. Franco se convirtió en el mejor aliado de un país que, en aquellos remotos tiempos, inventó el macartismo, Truman de por medio. Pero la vida común de ese país, la de todos los días, la que enaltece el deporte y el simple hecho de vivir, que genera universidades insuperables, que es capaz de crear literaturas de valor universal (me quedo con Hemingway y algunos otros) y arte cinematográfico que en tiempos remotos me entusiasmaba, y la música de jazz, el orden y la limpieza (salvo en Nueva York, que es la ciudad que más me gusta), me parece incompatible con el imperialismo bastardo de la mafia que lo gobierna. Pero democráticamente elegida. Se supone.
Hace muchos años, pero muchos, terminada mi carrera y en condiciones económicas no muy envidiables, tenía la ilusión de ser nombrado profesor en alguna universidad estadunidense. No hice nada para lograrlo, seguramente porque no veía la menor posibilidad. Pero me entusiasmaba la idea de vivir en uno de esos campus donde, además de todo, circulan chicas guapísimas.
Por supuesto que fue un sueño guajiro. Después los viajes a Estados Unidos han sido esporádicos. Dos conferencias -si es que así se les puede llamar- en una universidad internacional en San Diego, hace muchísimos años, y otra bastante más reciente en Harvard, no colmaron mis antiguas ambiciones. Pero me sirvieron -y muchas cosas más después- para conocer ese mundo intelectual extraordinario de las universidades de Estados Unidos.
Me duele el porvenir de la juventud estadunidense. Vislumbro un nuevo Vietnam. Y tengo presente el modelo de Palestina, donde la bestialidad de Sharon encuentra siempre respuesta en la reacción, que no es terrorismo, más elemental.
Lo malo es que los que se mueren son personas comunes y corrientes, con la mala suerte de estar en el peor lugar en el peor momento. Como en ese teatro ruso o en cualquier autobús de servicio público en Tel Aviv o en Jerusalén. Y entonces el dolor se divide y se reparte. Y el odio a la guerra, que no ha sido extraña a mi vida ni mucho menos, se recupera y se intensifica.
Pero, por lo visto, el petróleo sigue siendo un objetivo fundamental. No lo olvidemos.