Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Domingo 6 de octubre de 2002
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Política

Rolando Cordera Campos

La transparencia opaca

No hay quien hoy pueda oponerse a la búsqueda de la transparencia y al mayor flujo posible de información pública. De ambos depende en gran medida el buen funcionamiento de la democracia y de los mercados, y de esto depende a su vez la posibilidad de que el país dé por fin un salto adelante y abandone el paso de tortuga que se ha impuesto en pos del desarrollo.

Hasta aquí, todos de acuerdo. Pero una vez que se quiere darle concreción o materialidad institucional a la dichosa transparencia, se empieza a descubrir que la marcha al mundo feliz donde todo se sepa, o pueda saber, de los demás y, sobre todo, del poder, está llena de trampas, así como de tentaciones para hacer de la ansiada transparencia una coartada más para eludir la toma de partido, el debate sobre los aspectos fundamentales de la vida pública, el acuerdo que implique compromisos de las partes y, por tanto, sacrificios. El mundo feliz del "win win" queda para las cocktail parties, pero no para la política que además se lleva a cabo en tierra de indios... pobres.

Nuestra política estatal nunca ha sido transparente. Lo que ha imperado es el culto al secreto burocrático y el juego de la mentirosa. Así fue en materia estadística por mucho tiempo, y en parte así es en asuntos cruciales como las finanzas públicas, las empresas públicas, la seguridad social, la salud. Antes tuvimos que asistir al bochornoso espectáculo de la simulación educativa y las escondidas con las evaluaciones, y así podríamos seguir, hasta llegar a lo que en el futuro deberá encararse abiertamente y no de manera filistea, como se ha hecho ahora: los sindicatos y los medios de información de masas.

Si a este catálogo mínimo le imponemos además el criterio de lo que podríamos llamar la transparencia histórica, la cosa se pone todavía más grave. No se trataría sólo de hacer el corte de caja a los desastres financieros del IMSS o el ISSSTE o a la tragedia productiva de Pemex, sino de saber por qué se llegó hasta aquí, quién decidió qué y en qué momento para que lo que pudo haber sido anomalía o resultado de una contingencia adversa se convirtiese en inercia, peor práctica, culto majadero a la prebenda y el abuso, para colmo sacralizado por los usos y costumbres, la razón de Estado, la estabilidad política o financiera de México.

Tenemos pues mucho que hurgar antes de entender siquiera la importancia y los costos de ser transparentes. Los partidos y los que a su costa se erigen en nuevos e implacables fiscales, por ejemplo, bien podrían decirnos por qué no han tocado el tema grotesco de los gastos en publicidad política electoral, que se van como el agua a las alforjas de la televisión y la radio privadas. O los sindicalistas podrían ponernos al día sobre sus métodos para decidir los usos de las cuotas. O los funcionarios pasar revista a lo mucho que se omitió en materia de inversiones públicas antes de que viniera la OCDE y "desahuciara" a Pemex por no haber explorado y perforado a tiempo.

Pero más allá de estos trámites, que desde luego son mucho más que eso, lo que se tiene que definir es la agencia o las agencias del Estado encargadas de dar cauce a tanta hambre de transparencia. Desde luego, toca a los órganos colegiados representativos, a los congresos federal y locales, hacer su tarea y no renunciar a ella so pretexto de lo cargado de la agenda parlamentaria.

Los organismos con que cuenta el Congreso de la Unión, en especial la Auditoría Superior y la Unidad de Análisis de las Finanzas Públicas, deben ser la punta de lanza en esta tarea, pero para ello deben a su vez transparentarse. Deben dar a conocer con claridad lo que hacen y asumirse de una vez como organismos públicos y no como cotos de una u otra comisión parlamentaria o directiva congresal. Deben ser y parecer entidades de servicio público.

A la vez, el Ejecutivo tiene que darle al INEGI estatuto de organismo de Estado, autónomo del gobierno en turno y con un servicio civil a prueba de alternancias. Sin eso, todo lo que sigue no será sino boruca de una sociedad civil airada pero desarmada, salvo en el caso de algunos de sus profetas que quién sabe con qué artes siempre se las arreglan para tener la neta y la primicia.

Por último, pero no lo último, de este repaso al vuelo, el Banco de México no puede seguir siendo el ejemplo de cómo lo que la sociedad gana con la democracia se lo quita la tecnocracia. El Banco de México no puede ser el cancerbero de una u otra doctrina, mucho menos el vocero de los intereses de la Gran Finanza. Si su autonomía va en efecto a validarse como un instrumento útil para hacer buena política económica, debe abrirse en serio al escrutinio político desde el Congreso, la academia, los medios, y dejar de inventarse misiones providenciales. Debe terrenalizarse y comprometerse con el desarrollo y no sólo con una estabilidad que acaba por volverse la peor enemiga del progreso económico.

Y para no dejar: si quiere que le aplaudamos por su eficacia antinflacionaria, que deje en otras manos la elaboración del índice de precios.

La transparencia, al fin. ƑLa opacidad por siempre?

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