Horacio Labastida
La Corte no tiene razón
Es indispensable una previa aclaración inobjetable
conforme a la moral. Al analizar las bases legales en que se sustenta la
inhabilidad de la Suprema Corte de Justicia para entrar al fondo de las
controversias que le fueron planteadas sobre inconstitucionalidad de la
ley indígena, publicada el 14 de agosto de 2001 en el Diario
Oficial de la Federación, de ninguna manera imaginamos que los
ministros, muchos de ellos profundos conocedores de la ciencia del Derecho,
tuvieran motivos, al emitir el voto, ajenos a la prudencia y objetividad
ética y jurídica que inspira la conducta de tan altos magistrados.
Muy lejos estoy de semejantes supuestos al diferir radicalmente de su interpretación
sobre la naturaleza que se atribuye a la institución encargada de
reformar o adicionar nuestra Ley Suprema, aunque esta manera de mirar el
problema no me induce a dejar de evaluar las complejas y profundas circunstancias
que rodean la resolución de improcedencia dictada por el elevado
colegio jurisdiccional, trayendo a la memoria este aspecto de la cuestión
lo ocurrido en México en el periodo 1921-1925. La crisis que llevó
a Obregón a la Presidencia tuvo una faceta inesperada: el 21 de
mayo de aquel año fúnebre de 1921, el Departamento de Estado
estadunidense metió un buen susto al flamante jefe del Ejecutivo
cuando le hizo saber que su gobierno se abstendría de reconocer
al mexicano hasta la firma de un Tratado de Amistad y Comercio que estableciera,
al lado de indemnizaciones reclamadas por estadunidenses, que los derechos
de propiedad adquiridos por éstos nunca se verían afectados
por preceptos constitucionales, implicando como es obvio en la grosera
comunicación las jugosas concesiones petroleras que sin frugalidad
otorgó Porfirio Díaz a negociantes del Tío Sam, a
cambio de enclenques tributos y de la entrega de gigantescas fuentes de
riqueza.
¿Qué sucedió después? Dos
cosas abrumadoras. La Suprema Corte de la época sentenció
en juicio promovido por la Texas Company of Mexico exactamente lo exigido
en la comunicación de dicho Departamento de Estado. En el marco
de las leyes mineras expedidas en 1884 y 1909, bastaría con que
el concesionario hubiera expresado intenciones de explotar la tierra o
realizado actos mínimos en este sentido, para que sus facultades
de propietario o arrendatario transformáranse en derechos adquiridos,
y consecuentemente hicieran inaplicables los mandamientos del artículo
27 constitucional porque de hacerlo, argüían aquellos sofistas,
se violaría el principio de no retroactividad de la ley; y como
la ejecutoria se vio pronto acompañada por cuatro semejantes generaríase
así la jurisprudencia que dinamitó entonces el punto clave
de la redención nacional contemplada por el constituyente de 1917.
Esta fue la doctrina admitida en los Tratados de Bucareli (1923), que con
el dolor de muchos ?recuérdese la figura del senador Field Jurado
y su proditorio asesinato? traicionó el espíritu revolucionario
y constitucional incompatible con la no retroactividad de normas de derecho
público que apuntalan la reconstrucción y el proyecto salvador
de las naciones. Calles intentó rectificar la vejante subordinación
del país al interés imperial, sin lograrlo. El enojo del
mandatario Coolidge (1923-29), sucesor del corrupto Harding (1921-23),
y las disimuladas mieles que al futuro Jefe Máximo ofrecía
el embajador Morrow, dejaron sin efecto la Ley Petrolera de 1925, en cuyo
débil texto buscábase poner límite a la voraz explotación
de nuestros hidrocarburos, contribuyendo a esta frustración la ejecutoria
de la Corte en el amparo que sobre el particular promovió Mexican
Petroleum Company. Por supuesto, la ejecutoria reproduce el abusivo discurso
estadunidense. Las cruentas y aceradas influencias del poder económico
y político trasnacional y sus aperplejantes reflejos en las sentencias
del sumo tribunal mexicano, que Obregón y Calles usaron para disfrazar
sus imperdonables felonías, impidieron que el país aprovechara
en su bien común los enormes frutos que entre 1917 y 1938 cosecharon
extranjeros en las huertas de hidrocarburos. Lázaro Cárdenas
puso fin a la afrenta que hirió la dignidad nacional.
Parecen repetirse hoy ignominias del pasado. No hay duda
de que los proyectos del llamado Plan Puebla-Panamá propician la
entrega de buena parte de Mesoamérica a los barones del dinero multinacional,
y es evidente que estos planes repugnan con los derechos de las comunidades
indígenas a tomar para su desarrollo las hartas vetas acaudalantes;
en consecuencia, las elites mueven ya sus enormes poderes de disuasión
con el fin de negarles la libertad de usufructuarlas en su beneficio material
y cultural. En verdad, esta es la connotación de la señalada
ley del 14 de agosto, reclamada por las comunidades indígenas ante
la Suprema Corte. ¿Por qué los ministros se equivocaron al
declarar improcedente la queja? El órgano reformador previsto en
el artículo 135 no es nada parecido a un constituyente depositario
de la soberanía original, directa del pueblo para organizarlo políticamente,
porque fue instituido por el constituyente queretano de 1917 en la forma
en que lo hizo con las otras autoridades, es decir, como organismos con
facultades derivadas de la norma constitucional. En consecuencia, al poner
en marcha el órgano reformador sus facultades, lo hace amparado
en las que le otorgó el constituyente al sancionar el código
supremo, o sea activando funciones secundarias y no las originales que
en exclusiva corresponden al congreso constituyente. El artículo
135 configura al órgano reformador como una entidad secundaria,
nunca constituyente, cuyos actos pueden ser controvertidos en un juicio
de amparo, según lo dispuesto en el diverso artículo 105
de la Carta Magna. Pero en el fondo del escenario y al margen de malos
entendidos, la reciente resolución de la mayoría de magistrados
en el pleno de la Corte, sin quererlo abre las puertas a las corporaciones
depredadoras que alienta el Plan Puebla-Panamá en el suroeste de
la República, contándose por supuesto los ultrajes que estas
corporaciones causan al decoro humano y a la majestad de la patria.