Los canonizan con presidente y papa, y estadísticamente los quieren desaparecer. Les son negadas las leyes y derechos que demandan, como mexicanos libres que son. Pero los pueblos indios vivientes son más numerosos y están más presentes que nunca.
Nada que los afecte puede ya decidirse sin ellos. Tal vez por esa realidad inexorable el gobierno actual resuelve tan pocos problemas. Quiere hacer las cosas sin los pueblos esos, y no puede. El Estado quisiera decidir sin (incluso contra) ellos. Y pácatelas con Atenco.
El Plan Puebla-Panamá dejó de ser la sonriente maquinita de montar maquiladoras; devino asunto de estrategia político-militar. Y es que, para como van las cosas, va a estar cabrón que implanten esa golosina geopolítica del imperio en Mesoamérica sin la anuencia de los pueblos. ¿El progreso? ¿De parte de quién?
El mejor indio es el que no existe, nos quieren decir los demógrafos oficiales. El cowboy en fase buena onda. Las campañas de integración siempre empiezan en buena onda. La historia de reducciones fallidas hace siglos nos contempla.
El XII Censo General de Población y Vivienda, realizado por el gobierno de Zedillo en su fase terminal, y publicado recientemente, decreta que la población indígena, por primera vez en cien años, ha dejado de crecer. Contra toda evidencia social, territorial, cultural y demográfica, en 2000 el gobierno encontró prácticamente el mismo número de mexicanos indígenas que el salinismo en su esplendor, allá por 1990 (y ya entonces los dejaban bastante podados y negados de por sí).
En julio pasado, la escuela de Antropología de la Universidad Autónoma de Querétaro (un estado con escasa población indígena) encontró que, en dicha entidad, el Censo de 2000 registró 20 mil indígenas, mientras los estudiosos estiman que la cifra real es cuando menos de 60 mil. Principalmente ñahñúes y pames.
Las cuentas alegres del Censo ignoran la distribución urbana de los indígenas y borran de un plumazo a los pueblos en resistencia --el fantasma mayor de cuantos recorren el flamante Censo. En Chiapas y el Distrito Federal, (ver este número de Ojarasca), Estado de México, Oaxaca, Hidalgo y Veracruz, numerosos pueblos fueron subregistrados; y de sus migrantes, cada que se pudo, los demógrafos oficiales no encontraron ni rastro.
Lentamente, los analistas irán comprobando el fiasco censal, que como sea sirve ya de sustento para los criterios de inversión destinada a esos pueblos "desvanecientes", como si la realidad se redujera a rarezas del Discovery Channel.
Ya ven las "sorpresas" en Bolivia y Ecuador, donde ya no hay Estado ni gobierno posibles sin los pueblos indios. Si en Guatemala no sucede lo mismo es porque el Terror, que nunca se fue, ha reactivado su fuerza en semanas recientes con el retorno a escena de los paramilitares (y su base social) que en los años ochenta arrasaron comunidades enteras e implantaron nuevos récords en la historia universal de la infamia; por lo visto los necesitan para aceitar el PPP.
El Estado mexicano y sus patrocinadores deben aceptar la evidencia: México es, también, el país de millones de indios. No resulta accidental que en la década reciente, las principales (y más generosas) luchas sociales, las que han transformado el rostro de la Nación, son aquellas emprendidas por los pueblos indígenas y los campesinos.
Sería mal momento para que la Suprema Corte de Justicia de la Nación diera carpetazo ritual a las controversias constitucionales presentadas por más de 300 municipios indígenas (que hablan por muchos más, miles). La autoridad jurídica debe anular el barrunto de ley que los pueblos ya dijeron que no aceptan. La historia también juzga a los jueces.
Volviendo al ejemplo de Querétaro, en los cinco últimos años del siglo XX, allí no nació ningún indígena. Según el inefable Censo General de Población 2000, la población entre cero y cinco años suma cero. Niños que no son.
De momento, el etnocidio está en los números.