José Cueli
La inteligencia torera de Manolo
En el recuerdo, la vida de un torero que fue el ídolo de la Plaza México y que la semana pasada cumplió años de muerto. Y es que ser torero es ser otra cosa, es tener otra carne, piel e instintos de la que carecen los nuevos toreros. Ser torero grande es tener la música en los nervios y embeberse al quedarse en la cara del toro. Es saborearse, darse, sentir, como se saboreaba, se entregaba, Manolo Martínez.
No cantan los cabales en la México la muerte de Manolo, sino su vida. Esa vida marcada por una vida torera fuera de lo común; lo mismo en sus triunfos que en sus broncas. No aparecen los herederos del torero regiomontano con sus "eso es" y la negrura de lo negro en su torear. Esa negrura que le permitía intuitivamente encontrarle la distancia a los toros y ejercer el mando en sus embestidas.
En el recuerdo, las chicuelinas de Manolo, llevando muy toreados a los toros y sus redondos en que la muleta se dormía en el ruedo, y los toros, rendidos a su mando, le obedecían sumisos. Ese sentido grande del torero y el rechazo por lo rutinario. La magia de convertir en arte sublime las cornadas de los bureles.
El paso torero de Manolo Martínez por la Plaza México estuvo marcado por el espíritu torero. Ese espíritu que hizo del torero una figura de época, a pesar de sus limitaciones. Ese espíritu que llegaba al tendido fácilmente y establecía comunicación con los aficionados. Ese espíritu que se fue con Manolo y no aparece.