MAR DE HISTORIAS
Cambio de oficio
CRISTINA PACHECO
"Si vas a despedirte de papá, espera a que te calmes.
Se pondrá nervioso si te ve así", me dijo la Nena, como si
yo no conociera las reacciones de su padre. Lo cuidé todos los días
durante cuatro años. Me tocaba darle sus comidas, las medicinas,
bañarlo, platicarle o quedarme escuchándolo cuando tenía
ganas de hablar. "Cálmate", volvió a decirme la Nena. Pero
seguí llorando sin importarme que me vieran Sara, Daniel y Eduardo,
los otros hijos de don Genaro.
II
Era la mañana de un lunes. Yo estaba feliz porque
mi hijo iba a renunciar a su empleo en el supermercado y volvería
a la escuela. Mi dicha se esfumó cuando entré en la casa.
Al ver a Eduardo y a Daniel -que entre semana nunca visitan a su padre-
tuve el presentimiento de que algo malo le había sucedido a don
Genaro. Daniel me tranquilizó y me dio la noticia de que Sara acababa
de llegar de Veracruz.
Don Genaro me había hablado muchas veces de su
hija mayor. Lamentaba que viviera lejos. Imaginé que su presencia
iba a reanimarlo. Pregunté cuánto tiempo iba a prolongarse
la visita de Sara. Daniel y Eduardo se volvieron hacia la Nena. Ella me
miró sonriente: "Sólo mientras arreglamos lo de mi papá.
Hemos pensado que será bueno para él vivir en Veracruz. El
clima lo ayudará con sus pulmones. Aquí la altura, el aire
contaminado..."
La explicación de la Nena era clarísima,
pero yo seguía sin entender. Daniel me ofreció un sobre:
"Es el sueldo de una semana. No es mucho, pero la ayudará mientras
encuentra otro empleo". Eduardo intervino: "Usted es muy buena enfermera".
Daniel dejó el sobre en la mesa y salió
a la calle para fumar. En la casa jamás lo hace: a don Genaro le
afecta el humo. Eduardo fue tras él. Me alegró quedarme sola
con la Nena. Sin advertir mi angustia me refirió la llegada de Sara:
"No la esperábamos. Te imaginarás el gusto y la sorpresa.
Cuatro años sin verla, el tiempo que has trabajado aquí.
Mi hermana es simpatiquísima. Ahorita que baje te la presento".
La Nena acentuaba las palabras para impedirme subir a
la recámara de don Genaro, como tantas otras mañanas. Ese
simple hecho volvió animadversión mi lejano afecto por Sara.
Su presencia deshacía mi rutina y estaba a punto de arruinar la
vida de mi hijo. Todo lo nuestro se cancelaba: desde el proyecto de salir
juntos y comprarle ropa hasta su regreso a la escuela.
Lloré. La Nena me juró que su papá
también iba a extrañarme, que sería duro para él
prescindir de mis servicios. Eduardo y Daniel volvieron. "¿Qué
le sucede?" "Está triste porque papá se va a Veracruz", dijo
la Nena. Me hubiera gustado gritarle la verdad: lloraba de pena por mi
hijo. ¿Cómo iba a decirle que tendría que olvidarse
de los estudios? A partir de ese momento lo más importante era que
conservara su trabajo mientras yo lograba colocarme en alguna otra casa.
Recordé mi edad. Si antes había sido difícil
ahora, con cuatro años más encima, era casi imposible. Seguí
llorando. La Nena me llevó aparte y me preguntó: "¿Lo
quieres mucho?" Respondí: "Lo adoro. Es lo único que tengo
en la vida. ¿Cómo voy a quitarle su ilusión? ¿Cómo
se lo digo..?" La Nena se me acercó: "¿A papá? El
ya lo sabe. Hace tiempo que pensamos en la posibilidad del viaje. Este
fin de semana Sara lo convenció". Se me escapó un reproche:
"No me dijeron nada". "No estábamos seguros". Cambió de tono:
"Vivo con mi padre, para mí también será triste no
verlo". Su rostro compungido me pareció una máscara de falsedad.
A mis espaldas habían hecho los preparativos para
el viaje mientras yo y mi hijo hacíamos proyectos para su regreso
a la escuela. Cuando Ignacio me decía que tal vez fuera mejor seguir
trabajando en el supermercado, donde entró como eventual durante
las vacaciones, me enojaba. "¿Quieres pasarte la vida metiendo en
bolsas paquetes y latas que no son para ti? Además, con lo que pagan
en la casa de don Genaro podemos arreglarnos. Luego, cuando termines tu
carrera, me ayudarás".
III
No me di cuenta del momento en que Sara apareció.
Tuve que esforzarme mucho para sonreír cuando dijo: "Margarita,
qué gusto conocerte. Sé que has sido un ángel con
papá. No sabes cuánto te lo agradecemos". La sinceridad de
su tono me hizo avergonzarme de mi odio repentino hacia ella. En vez de
corresponder a su gentileza miré el reloj. "Es hora de que don Genaro
tome sus pastillas".
Sara me detuvo: "Ya se la di. Está dormido". Se
dirigió a su hermana: "Parece niño. ¿Sabes qué
me pidió? Un sillón frente a la ventana para ver todo el
tiempo el mar. Le advertí que no está cerca de la casa. No
le importó. De todos modos quiere su sillón..." Tuve que
reír también.
La Nena preguntó: "¿Un cafecito?" Sara la
siguió a la cocina. Me sentí intrusa en medio de aquel ambiente
familiar. Incómodo, Eduardo fue al teléfono y llamó
a su oficina. Colgó y Daniel le dijo: "Sería buenísimo
que todos acompañáramos a mi papá hasta Veracruz".
Sara, que llegó con la cafetera humeante, secundó la propuesta:
"¡Di-vi-no! Ya saben, mi casa es muy chica pero cómoda". Se
detuvo y me miró extrañada, como si no esperara que aún
estuviera allí. Luego recuperó su aire jovial y habló
más fuerte para que la Nena escuchara: "¿A que no se acuerdan
de la primera vez que papá nos llevó a Veracruz?"
Volví a pensar en Ignacio, en su ilusión
por conocer el mar. La posibilidad quedaba cancelada ahora que Sara se
llevaba a su padre lejos y yo perdía el empleo. La Nena distribuyó
las tazas. "¿A ti también te sirvo café, Margarita?"
Todos me miraron y enrojecí. "No, gracias". El llanto me ahogó.
Fue cuando la Nena se acercó a decirme: "Si va a despedirte de papá
espera a que te calmes. Si te ve así, se pondrá nervioso".
Me sobrepuse: "Creo que mejor me voy. Regreso a la una,
cuando toma su fruta". Sara me hizo prometer que volvería para explicarle
los horarios del enfermo. "Todo está apuntado en la hoja pegada
en el clóset". Me despedí de abrazo. "Su sobre, Margarita",
dijo Eduardo. Sentí el impulso de rechazarlo pero recordé
que en mi bolsa sólo había boletos del Metro y monedas.
Necesitaba el dinero para tomar un taxi. Quería
llegar al supermercado antes de que Ignacio renunciara al trabajo. Quizá
sólo fuera necesario conservarlo una o dos semanas, mientras yo
encontraba otro enfermo a quien cuidar. Entonces Ignacio volvería
a la escuela, a tiempo para reponer las clases perdidas.
Le indiqué al chofer la dirección del supermercado.
En el trayecto decidí que no volvería a la casa de don Genaro
y me justifiqué recordando que no me gustan las despedidas. En un
alto vi a una mujer y a dos niños salir de una papelería.
Me pregunté cómo explicarle a Ignacio nuestra situación.
No encontré respuesta.
Se me ocurrió volver a la casa, como había
prometido, y hablar a solas con don Genaro. Quizá desistiera de
sus planes si lo enteraba de las consecuencias fatales que su viaje y mi
despido iban a tener sobre la vida de mi hijo. Para lograrlo tendría
que ser muy sincera con don Genaro: "Usted tiene setenta y siete años.
¿Cuántos más vivirá? Cerca o lejos del mar
no serán más de dos o cuatro. Si permanece aquí y
sigo trabajando con usted, mi hijo terminará la secundaria y tal
vez logre hacer un curso de programador".
Lloraba sin darme cuenta. No vi en qué momento
se estacionó el chofer: "¿Se siente mal?" Abrí los
ojos pero no contesté. El giró en el asiento, alargó
el brazo y me tocó la mano con intención de darme ánimos:
"Cálmese. ¿Quiere que la lleve a otra parte?" En ese momento
recordé que había tomado el taxi para correr al supermercado
e impedir que Ignacio renunciara. Algo en la mirada del chofer me indicó
que quizá no fuera necesario hacerlo. Le sonreí: "Sí,
lléveme a otra parte".
Después de él he tenido muchos otros clientes.
Cuando estoy con ellos me prohíbo pensar en Ignacio. Cierro los
ojos y me concentro imaginando que estoy en Veracruz mirando el mar desde
una ventana.