De mis gorduras harán manteca,
de mis lomillos rico jamón,
de mis tripitas la longaniza,
ricos chorizos y salchichón.
Popular. Para algunas culturas la imagen que del cerdo
han tenido ha estado sujeta a prejuicios religiosos que
ocultan más que nada la imposibilidad económica de
criarlos en sus nichos ecológicos; de ahí que se le
haya desterrado de sus cocinas -por ejemplo, los judíos
y musulmanes- considerándolo por siempre en sus sagradas
escrituras como abominable e inmundo.
El destierro del cerdo por mandato divino se justificaba
con el aforismo: "Dios no suele perder el tiempo
prohibiendo lo imposible o condenando lo
impensable".
Mientras la prohibición del cerdo para unos se volvió
parte de su identidad étnica, para otros pueblos pasó a
ser parte de sus tradiciones gastronómicas. En esas
culturas, el cerdo era degustado casi en su totalidad, se
apreciaban los riñones, las criadillas, las patas, la
grasa y, en el terreno de la charcutería, el cerdo fue
el rey de los embutidos.
Para la empresa de conquista española, en 1519, la
presencia del cerdo en América fue trascendental;
sufragó el hambre de muchos y abrió una nueva
dimensión en la alimentación volviendo a la naciente
comida mestiza en extraordinaria.
El cerdo europeo y el maíz americano entraron en franco
sincretismo. La manteca, dice el poeta y gastrónomo
Salvador Novo: "Hizo su entrada triunfal y
chirriante aquí donde no se conocía las frituras; el
maíz, por su parte, fue el receptor que cobijó y
envolvió en tamales, chalupas, molotes y tlacoyos la
suave carne del cerdo, el oloroso chorizo y el crujiente
chicharrón".
El cerdo, bautizado por los mexicanos como cochino,
término que viene de cochi, dormir, y que alude a los
hábitos del animal, se aclimató con bastante facilidad
a las nuevas condiciones geográficas. En Puebla, llegó
a ser tan importante que se convirtió en indispensable
dentro de la dieta junto con los cereales -maíz y trigo-
y el carnero. De ahí que la consigna popular difundiera
el dicho: "Tres cosas come el poblano: cerdo,
cochino y marrano".
Durante la época colonial, en Puebla la matanza del
cerdo reportó al ayuntamiento de la ciudad grandes
beneficios económicos. Las tocinerías diseminadas en la
traza urbana en el siglo XVIII incluían a su vez
actividades productivas, todas ellas relacionadas con el
cerdo: la venta de carne, la elaboración de embutidos,
de manteca y de fritangas. Incluso, el jabón preparado
con la grasa del cerdo fue, junto con la loza, el vidrio
y otros artículos, producto de exportación.
La Angelópolis era tan famosa por sus jabones que
irónicamente se decía que "De la Puebla, el jabón
y la loza, y no otra cosa".
El cerdo prácticamente controló en gran parte a la
cocina poblana, cuyos platillos más afamados, como los
chiles en nogada, los pipianes, la tinga y la infinita
variedad de sus antojitos, lo incluyen sin titubeos.
En los recetarios que se editaron en los siglos XIX y XX
se puede apreciar la debilidad que la población sentía
por tan suave y tentadora carne. El cocinero práctico,
editado en 1892, la definía como ardiente, y a pesar de
que se consideraba de difícil digestión "e incluso
peligrosa e impropia de las estaciones y países
cálidos, a más de no ser en tales épocas tan sabrosa
como en invierno", el cerdo fue y sigue siendo un
prodigio dentro de la cocina regional.
La agenda para familias, editada en Puebla en 1898,
revela que del total de los menús, 70 de ellos son a
base de cerdo. El primer recetario provinciano que
aparece publicado en 1872, el de La cocinera poblana,
registra casi 80 maneras diferentes de prepararlo.
La tradición culinaria del cerdo se enriqueció con el
paso del tiempo, cuando cada grupo social, cuando cada
cocinera con su sazón extraordinaria, contribuyó a
crear la increíble cocina poblana. Desde la comida
sencilla hasta en la mesa de manteles largos, el cerdo en
cualquier banquete es imprescindible, y en los antojitos,
ni se diga.
En Puebla, puede disfrutar cada tarde, en cada zaguán,
literalmente, una inmensa variedad de ellos, obviamente
rellenos con alguna parte del cerdo. Los hay fritos
(molotes), asados (quesadillas); en tacos, en tostadas,
en tortas, en chanclas bañadas de salsa espesa, roja y
verde, con un copete de crema; en guajolotes (panes
salados, fritos, rellenos de carne de cerdo guisada,
aderezada con pedacitos de hoja de lechuga), y en
pelonas... en fin, todos igualmente sabrosos.
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