Adolfo Sánchez Rebolledo
ƑSomos democráticos?
La idea de que México es, en realidad, "muchos Méxicos" tiene una larga historia intelectual y terribles confirmaciones de la realidad. Cada vez que las elites declaran clausurado el pasado en nombre de la modernidad, los hechos tercos se encargan de recordarnos quiénes somos y dónde estamos: un país cruzado por la pobreza, el atraso social y otras formas no menores de desigualdad educativa y cultural. La misma democracia se entiende y se vive de manera muy distinta en diferentes estratos de la población, según su educación y pertenencia a un determinado grupo social: no hay una ciudadanía homogénea unida por un sistema de valores común. Ni siquiera la legalidad se concibe de la misma manera, digamos, en la cúspide de la sociedad liberal que en sus cimientos, donde la existencia del estado de derecho es todavía una ilusión.
La mayoría de los mexicanos considera que es preferible la democracia a cualquier otra forma de gobierno, pero si se les pide que califiquen la importancia de instituciones que le son consustanciales como el Congreso, los partidos, o cuestiones relacionadas con la legalidad y el estado de derecho, las respuestas se disparan en direcciones opuestas pues no hay un denominador común, una noción compartida sobre el valor de la ley, la política y lo público en general; en suma, no hay una idea colectiva de lo que es o debiera ser la democracia. Los resultados de la Encuesta nacional sobre cultura política y prácticas ciudadanas 2001, elaborada por la Secretaría de Gobernación, son contundentes pues confirma que también en el terreno de la ciudadanía hay un México que está situado en los márgenes de la corriente principal.
Los partidos serían un poco menos pretenciosos si tomaran en cuenta que 67 por ciento de los mexicanos no habla de política con personas ajenas a su familia y que 44 por ciento de ellos jamás habla de política. Más aún, según la encuesta, 78 por ciento de los entrevistados no había leído las noticias políticas de la semana anterior. Tenemos, pues, una ciudadanía débil, mal informada y con escasas posibilidades de participación, sujeta mayormente a la influencia de la televisión, que es el medio por el cual se enteran de la política 80.1 de los encuestados.
El desinterés por la política va de la mano del desconocimiento de los derechos y las responsabilidades de las personas: persiste una visión negativa de los políticos y son altos los niveles de desconfianza en el gobierno y en las instituciones sociales. La Iglesia católica despierta la confianza superior, con 78. 8 por ciento, mientras las cámaras de Diputados y Senadores obtienen 26.1 por ciento, por debajo de las ONG, que reciben 33.2 por ciento. El IFE tiene la confianza de 60.2 por ciento, algo más que el Presidente de la República, que recibe 52.2 por ciento.
Ya se ha mencionado que la mayoría prefiere un régimen democrático, pero sólo 47 por ciento acepta que éste es mejor a cualquier otro aunque implique presiones económicas, pues 33 por ciento respondió que "es preferible sacrificar algunas libertades de expresión, de reunión y de autorganización a cambio de vivir sin presiones económicas" (Encuesta, suplemento especial de Este País, p.8). Además, contra la opinión mayoritaria, 37 por ciento opina que México no vive en la democracia.
Pero donde se produce un abismo entre el ideal constitucional y la realidad es en el tema del respeto a la ley. Comenzando porque casi la mitad piensa que ni los ciudadanos ni los gobernantes respetan la ley, pero, además, "casi seis de cada diez encuestados creen que el pueblo puede desobedecer la ley si ésta es injusta y siete de cada diez está en contra de que el pueblo debe obedecer siempre las leyes aunque sean injustas".
No sorprende, pues, que 68 por ciento de los encuestados esté en total desacuerdo con que se utilice la fuerza para solucionar un conflicto. Cuando se pregunta "qué tan de acuerdo se está con que utilice la fuerza para solucionar un conflicto político que está afectando a muchas personas inocentes y tiene muchos meses sin resolverse", la cifra se reduce, pero todavía poco más de la mitad, 55 por ciento, está "en total desacuerdo" con esa opción.
Si en cierto sentido hay un caldo de cultivo para las mentalidades insurreccionales en la cultura política vigente, hay también una disposición subjetiva para el autoritarismo más atávico y conservador, medible a partir de los índices que tratan de registrar los niveles de solidaridad y tolerancia en la población. Por ejemplo: 55 por ciento de los mexicanos encuestados está en desacuerdo con que en televisión salga una persona que no concuerde con su forma de pensar, cifra que viene a confirmar los datos obtenidos por la encuesta sobre ciudadanos y cultura democrática realizada por el Instituto Federal Electoral en 1998, en que se pregunta a los entrevistados si estarían dispuestos a permitir que en su casa vivieran personas con distinta religión, orientación sexual o política, o enfermos de sida, obteniendo respuestas que acreditan un alto nivel de intolerancia.
En el fondo, como puede observarse tanto en la encuesta del IFE como la de la Secretaría de Gobernación, bajo las respuestas de numerosos mexicanos subyace la ilusión de una democracia primigenia sustentada en la comunidad que no reconoce como propias las formas de representación del Estado moderno ni tampoco el tinglado legal que les parece ajeno cuando no amenazante. Esta cultura política en cierto sentido predemocrática, heredada del viejo monopartidismo, está ampliamente arraigada y se expresa como un componente esencial de ese otro México que la democracia no puede o no quiere entender todavía.