Hermann Bellinghausen
Mónica y Sombra
Apoyada en el borde de la mesa de billar, Mónica preparaba el taco para tirar. Hizo a un lado su cigarro, jaló el brazo derecho, y en lo de tomar un respiro sintió que una sombra le cruzaba la espalda. Detuvo todo movimiento, sin cambiar de postura giró el cuello y vio llegar y pararse a su lado, apoyando una mano contra el borde de la mesa, a un japonés ya grande pero bastante atractivo (le pareció a Mónica). El japonés sonrió y dijo:
-No se deje distraer por mí, ande, tire.
Mónica giró de regreso el cuello y, como estatua que se anima, completó el tacazo a la bola blanca con una brazada violenta. La bola dio la caricia precisa que empujó la tres a la buchaca y fue directo a darle a la cuatro para enviarla al otro extremo de la mesa, a otra buchaca solitaria y hambrienta.
A pesar de su problema, Mónica posee gran destreza tanto en pool como en carambola. No se sorprendió de sí misma, está acostumbrada a los tiros de filigrana. Pero el japonés, que sí se apantalló, que agarra y despega la mano de la mesa y la pone a aplaudir contra su segunda mano, que hasta entonces Mónica no había visto.
Al otro lado de la mesa, el Choco, abastonado en su taco, esperaba. A Mónica toma tiempo ganarle. Desde la banca contigua, Lepe y Cañizo le echaban puyas sexistas. Lepe es un pesado.
-Újule mano, te gana una paralítica.
A Mónica no le importó la majadería, pero al Choco sí y le soltó a Lepe un varazo en el muslo con su taco. El japonés, junto a Mónica, se despegó del tablero y miro de cuerpo completo a Mónica. Un cuerpo hermoso de ver, ceñido en tan sencillo vestido negro, sin mangas. Su larga cabellera ensortijada, castaño oscuro con brillos naturales.
Renqueando, Mónica se dirigió a su derecha para colocar el nuevo tiro. Le indicó al japonés "compermiso" con la cabeza. El japonés dio dos pasitos atrás.
Entre imprecaciones al Choco y al mundo en general, Lepe se estaba sobando. Cañizo, que siempre ha sido un cobarde, le rayaba un "ji-jí" a Lepe herido, lo mismo que se había reído de lo de "paralítica".
Mónica les ha ganado a todos en el billar de Abed, que fue de los primeros en permitir la entrada a mujeres, cuando esa prohibición se vino abajo. Porque es buena aceptan los habituales bestias jugar con ella; porque buscan reparar su orgullo.
Nuevo arco de tiro de Mónica, clac seco en la blanca que pegó a la cinco, que chocó en la bridas y se dejó engullir por el cuero de la buchaca. La bola blanca regresó, mansita, cerca de Mónica y ella, sin cambiar de sitio, tiró con demasiada ligereza un trayecto comprometido, la blanca rozó mal la seis y naufragó a media franela.
-Vas -concedió Mónica al Choco y se dirigió a la penumbra, llevándose la mano izquierda al muslo, como atacada de un brusco dolor. En esa parte la tela del vestido estaba arrugada, y daba una impresión de desaliño, si bien gracioso, como ocurre con cualquier defecto en criaturas que de otro modo dolerían de tan perfectas.
Arrastra esa pierna, un poco. Recupera luego el paso y llega hasta una silla de ruedas en la que se sienta. No muestra emoción alguna, pero olvidó el cigarro en la hondonada de bronce del tablero. El japonés camina a la columna de humo, toma el cigarro, a más de la mitad todavía, y lo lleva a Mónica.
-Señorita.
Ella sonrió, distante pero agradecida. Miró al Choco tirar y embuchacar tres veces seguidas. El japonés se inclinó hacia Mónica:
-ƑPuedo? -y señaló la banca de roble pegada a la pared, junto a la barra de tacos.
Finalmente, ella lo miró bien, a los ojos, y le sonrió con simpatía. El japonés descubrió allí que pocas veces había visto un rostro más hermoso. Pero esa mirada, tan triste y oscura, con algo de moribunda que partía el alma, Ƒde dónde salía?
-ƑEstás bien? -la tuteó el japonés de pronto, y ella, abriendo una sonrisa:
-Oh sí, siempre es lo mismo. Estoy acostumbrada. Pierda cuidado.
Mónica dio una fumada al cigarro, se inclinó hacia el hombre y soltó el humo en espirales:
-ƑJuega?
-Siempre que puedo, niña.
-ƑCarambola?
-Va, carambola.
El japonés se incorporó, ofreció ayudarla y ella, apoyando fuerte la derecha en el brazal de la silla, lo rechazó con un enérgico cabezazo. De espaldas a la franela donde el Choco fallaba su cuarto tiro, Mónica buscó otra mesa. El Choco volteó con odio hacia Lepe:
-ƑViste idiota? Ya nos tiró de locos. Por una vez, iba yo ganando.
Lepe, adolorido, malditas las ganas que tenía de abrir el pico. Hasta Cañizo se tragó sus risitas culeras. El desdén de la diosa renca fue una bofetada para Choco y su calaña.
-Mi nombre es Mónica. ƑLe parece bien que lo llame Sombra?
-Llámame como quieras -dijo el japonés.
-Sombra -confirmó ella, renqueando con gracia hasta la mesa de carambola, y colocó en su sitio las bolas rojas, prontas a rodar veloces.
Mónica comprendía que el japonés acababa de ingresar a su destino. Con el fatalismo que se atribuye a los oficialmente discapacitados, pero siempre de buen grado, aceptó lo inevitable.
-Tú abres -le dijo a Sombra, quien frotaba de azul la punta del taco con concentración de relojero. El nuevo rival de Mónica acomodó a su gusto la bola blanca. Rompió. Un estallido de castañuelas. No supo Sombra en el destino que se metía.