MAR DE HISTORIAS
El milagro de Antero
CRISTINA PACHECO
El miércoles no pude dormir. La gente pasó la noche rezando y cantando en espera de la mañana en que despediríamos al Papa. El jueves me levanté a las cinco. A las seis me costó trabajo abrirme paso entre la multitud de fieles. Por fortuna Tolita, la encargada de la farmacia, me reconoció y me hizo lugar.
A las nueve creció el rumor de que el Papa se acercaba. Todo se llenó de globos y flores blancas y amarillas. Los agitábamos con la esperanza de atraer la mirada de Su Santidad. Una mujer en silla de ruedas nos pidió, entre lágrimas, que la ayudáramos a colocarse donde él pudiera verla. Un niñito disfrazado de san Juan Diego cantaba: "Amigo del alma, amigo del alma".
A lo lejos apareció el papamóvil. Los gritos y los aplausos se oyeron más fuerte. La mujer en la silla de ruedas repetía: "Padre, no me castigues más". Un anciano cayó de rodillas y con los brazos en cruz se ofreció al paso de Juan Pablo II como un mártir se ofrenda a las balas.
Todo sucedió muy rápido. El papamóvil desfiló envuelto en su blancura y siguió avanzando rumbo al norte. Hubo llantos. Alguien ordenó: "Saquen los espejos". Su brillo tachoneó la mañana. La mujer en la silla de ruedas, con la cabeza inclinada, agradecía el milagro de seguir con vida.
De pronto notamos que del otro lado de la avenida la gente se arremolinaba. Una mujer gritó algo incomprensible. Un muchacho silbó y otros lo siguieron. Mi vecino les preguntó qué sucedía. "Un señor se cayó. Parece que está muerto. Vamos a pedir ayuda". Le dije a Tolita: "Usted sabe algo de medicina. Vaya a ver, porque de aquí a que venga una ambulancia..."
Seguí a Tolita gritando que era doctora. La gente retrocedió. Vimos el cuerpo en el suelo. El gabán luido le cubría la cara. Cuando Tolita lo descorrió vi que el muerto era Antero Santiago. Grité. "ƑLo conoce?", me preguntaron. Sentí un dolor en el pecho y no tuve fuerzas para contestar. Llegaron dos camilleros: "Paso libre, retírense, por favor". Atónitos miramos el traslado del cuerpo a la ambulancia. Alguien dijo: "Qué muerte tan hermosa: en un momento, sin sufrir y en presencia del Papa".
Cuando la ambulancia arrancó la gente se dispersó entristecida. Entonces vi, tirado en el suelo, un morralito de ixtle. Lo levanté y lo metí en mi bolsa. Tolita me dijo: "Se impresionó mucho, está bien pálida. Vénganse conmigo a la farmacia y le doy algo para que se reanime". Le contesté que no se preocupara, que estaba bien. "Además, tengo que ir al Centro de Traductores. A estas horas siempre hay muchos indígenas esperando."
Al cruzar rumbo al paradero de las micros, vi que la mujer en la silla de ruedas continuaba en el mismo sitio, inmóvil y sin que ya nadie le prestara atención. Pensé: ya no es tiempo de milagros.
Camino a mi trabajo tuve la esperanza de haberme equivocado, quizá el difunto no fuese Antero. Encontré cerradas las puertas del centro, señal de que mis compañeros se habían ido a La Villa o al aeropuerto para despedir al Papa.
Fui directo a la oficina. Puse el morral de ixtle sobre el escritorio. Estaba luido y la imagen de la Virgen que lo adornaba ya era sólo un manchón. Metí la mano y sentí una hoja de papel torpemente doblada, igual a la que me había mostrado Antero en 1979, cuando nos conocimos.
Al desdoblar la hoja reconocí su caligrafía. Las letras desiguales, dibujadas a lápiz, formaban un mensaje muy corto en español: "Santo Padre: hago ante ti la súplica de interceder en mi favor con la Virgen Santísima. Dile que ya me permita juntarme otra vez con mi esposa Martina y con mi hijo Diego. Cuando murieron, la tierra me dio compañía y alivio. Ahora que los surcos están muertos ya no les hago falta ni pueden consolarme con sus frutos. Libra a este pecador de tanta pena. Concédele el descanso eterno".
Recordé el cuerpo tendido en el suelo bajo el gabán. Me dio mucha tristeza imaginarlo abandonado en una camilla o a lo mejor en una plancha de cemento, desnudo y solo, listo para que lo echaran a la fosa común. Me consolé pensando que al menos volvería a la tierra, aunque no fuera la suya. Después de todo la tierra es igual en todas partes. Esa fue una de las cosas que me dijo Antero el día en que nos conocimos.
II
Fue hace 23 años. El Centro de Traductores estaba recién formado. Desde entonces los indígenas llegan por lo general en la mañana o al atardecer. Entre las dos y las cuatro esto se muere. De todos modos se queda una guardia y no cerramos la puerta por si llega alguien que necesite ayuda o quiera inscribirse en los cursos de español. Hay señores que viajaban desde Oaxaca o Hidalgo sólo para preguntarnos qué pueden hacer para comunicarse con el hijo que se fue a Estados Unidos. Las mujeres llegan aquí sobre todo para inscribirse en los cursos y pedir que les busquemos trabajo. Los ancianos nos solicitan algo muy triste: que les digamos cómo volver a sus comunidades, porque saben que se acerca la muerte y no quieren que los sorprenda lejos de su tierra: sólo allí tendrán quien les cierre los ojos y diga una oración por su alma.
De todas las que he oído, la petición de Antero Santiago sigue siendo la más extraña. Cuando llegó de Oaxaca no hablaba ni una palabra de español. En zapoteco me dijo el motivo de su visita al centro: quería aprovechar el primer viaje a México de Su Santidad para hacerle una súplica: que intercediera por su hijo Diego ante la Santísima Virgen. El niño tenía cinco años, no hablaba ni se sostenía en pie. En su constante sueño imitaba la expresión de su madre, que murió al darle vida. Terminó la explicación y puso un papel sobre el escritorio.
Para darle confianza le pregunté en nuestra lengua: "ƑDónde dejaste a tu hijo?" Antero me respondió que en el pueblo, al cuidado de su primo Cleto y al amparo del Apóstol Santiago, patrono del lugar. Nadie más podía impedir que el viento derribara los tablones de que estaba hecha su vivienda. En ese momento se estremeció. Me dijo que tenía miedo, porque allá el viento se entretiene quebrando las ramas de los árboles y la vida de niños y ancianos: "Les rompe la piel y les parte el corazón en un momento".
Antero estaba deshecho por la muerte de su esposa, por la enfermedad de su hijo y por la fatiga de su campo, que apenas tenía fuerzas para darle un poco de maíz, calabazas y garbanzos. Le aconsejé regresar a Oaxaca y traer a Diego para internarlo en el hospital. Su mirada se endureció. Para rehuirla miré el papel que había puesto en el escritorio. Era el mensaje de un sacerdote. Pedía auxilio para Antero. Abajo leí la dirección del Centro de Traductores subrayada tres veces.
"ƑQué ayuda quieres?" Entonces sacó de su morralito la hoja de papel, arrancada de un cuaderno, y me dijo: "Que me escribas aquí una carta. Pienso entregársela al señor Papa. Necesito que convenza a la Santísima Virgen de que le regrese a mi hijo la gana de vivir". Le pregunté si quería que la escribiera en español. Noté su desconfianza y dije que la haría como él me la dictara: en zapoteco. Cuando terminé y nos despedimos creí que no volvería a verlo.
Pasaron 15 años. Una tarde apareció Antero: su hijo había muerto. Le di el pésame. El sólo me miró fijamente: "ƑEscribiste en la carta lo que te dije?" Contesté que sí. "Entonces, Ƒpor qué Su Santidad no me hizo el milagro?" Le respondí: "El Papa no habla zapoteco y quizá no entendió tu mensaje".
Ese mismo día Antero se quedó en el centro a tomar su primera lección de castellano. Impedido por su trabajo de albañil, faltaba mucho a clases. Tardó años en aprender, pero al fin logró su propósito: escribir un mensaje que el Santo Padre pudiera transmitirle a la Virgen.
Antero Santiago: descansa en paz.