Angeles González Gamio
El antojo del paseante
La buena gastronomía y su indispensable compañía, las bebidas espirituosas, sin duda tienen mucho que ver con el capricho, el antojo, con el estado de ánimo y šhasta con el clima! ƑQuién no ha dicho frente a un día frío y nublado: "este es un día tequilero"? Y, Ƒcómo imaginar un día caluroso sin una cerveza helada?
La antigua ciudad de México, hoy llamada Centro Histórico, refleja su rico pasado en sus construcciones majestuosas, sus plazas, calles, comercios y también en sus restaurantes y cantinas. El castizo barrio de La Merced, poseedor, entre otros portentos, de un notable claustro con reminiscencias moriscas, dio cobijo entre los años veinte y los cincuenta del siglo pasado, a inmigrantes judíos, libaneses y españoles, que llegaron a esta capital buscando una vida mejor.
En su mayoría comerciantes, hicieron su hogar en las casas de vecindad, a unos pasos del negocio, que frecuentemente era la calle misma. Allí convivieron armoniosamente con los mexicanos, se hicieron amigos y compartieron costumbres.
Los recién llegados fueron imprimiendo la huella cultural de sus lejanas tierras; un aspecto trascendente fue la comida. En el rumbo se abrieron restaurantes y fondas de comida libanesa, española y judía, que vinieron a sumarse a los de comida mexicana, de distintas partes del país.
A la llegada de los exiliados españoles, a finales de la década de los treinta, comenzaron a surgir lugares de comida económica y abundante, que ayudaban a disminuir la añoranza de la patria chica; así nació el Centro Vasco, el Catalán, el Gallego, el Castellano, la Casa Valencia y tantos otros que se volvieron también favoritos de los capitalinos, al igual que los especializados en carnes, que establecieron, 30 años más tarde, los exiliados sudamericanos.
Buena parte de estos restaurantes aún existen, y conviven con otros de gran tradición, como El Danubio, con los mejores mariscos; el bar Sobia y su sabroso cabrito; el salón Luz, pionero en la carne cruda y en comida nacional; El Cardenal, el Club de Banqueros y la Hostería de Santo Domingo.
Otros sitios característicos son las cantinas; de añeja presencia, las auténticas ofrecen botana como acompañamiento de la bebida; entre más abundante sea el consumo de ésta, así será la botana, y llega a constituir una comida completa. Las mejores, como el salón Madrid, La Mascota o el salón Fábregas, los viernes ofrecen platillos especiales, que pueden incluir mojarras a la plancha o mixiotes; nunca faltan un buen caldo y sabrosos guisados. En todas hay dominó y cubilete, que amenizan el rato agradablemente.
Junto a éstas conviven otras más elegantes, que no ofrecen botana con la copa, pero algunas tienen buenos manjares a la carta, como El Gallo de Oro, el bar Mancera o el salón Victoria. El afamado bar La Opera, con su barra portentosamente labrada, ha mejorado últimamente la calidad de su comida. De estos benditos establecimientos, en el Centro Histórico encontramos prácticamente uno en cada calle, por lo que cualquier visita a este maravilloso lugar, en todo momento, se puede acompañar de un reconfortante brebaje etílico y de apetitosas viandas.
Resulta fascinante poder satisfacer en el Centro Histórico cualquier antojo gastronómico: unos frescos mariscos, paella, buen kepe libanés, un suculento corte de carne tipo argentino, chiles en nogada, hasta las mejores tortas, antojitos y, como último recurso, unos modestos tacos de canasta. Como es evidente, hay posibilidades para todos los presupuestos. De regalo extra, está el paseo por las calles y plazas, admirando la soberbia arquitectura de los siglos pasados, que nos permite leer la historia de la ciudad desde el siglo XVI.
[email protected]