Rolando Cordera Campos
Estampas, estampitas, estampados
Se fue el Papa y con él voló también
el proyecto del aeropuerto internacional en Texcoco. Se fue el presente
y volvemos a un futuro inamistoso, desencantados y ya sin el consuelo de
que el cambio significará algo más que la ratificación
de nuestro atraso y del retraso cultural y mental de la clase política
postulante. Peor que cuando empezamos esta nueva ronda por el país
de nunca jamás.
Habrá tiempo para entrar en este futuro osco y
díscolo que no admite más juegos infantiles con cifras imaginarias
ni actos de fe sostenidos en el descrédito de un pasado cada día
más imaginado. Por lo pronto, quedémonos con algunas estampas
de estos días fervorosos.
En su crónica inicial sobre los medios electrónicos
y la llegada del Papa a México, Jenaro Villamil consignaba: "Cinco
horas ininterrumpidas de transmisión y enlaces en vivo (...) (tuvieron
un) mensaje coincidente: 'Se acabó la simulación'. La condición
laica de la República Mexicana se convirtió por obra y gracia
de la saturación y del exceso telegénico en una simple simulación.
(...) Recordar la separación entre las iglesias y el Estado se volvió
religiosamente incorrecto en los medios electrónicos" (La Jornada,
31/07/02, p. 6).
Tiempo hubo para pasar de esta incorrección al
descubrimiento de una nueva virtud cardinal. A juzgar por las caras y los
gestos, el lenguaje corporal y la gritería en pro de la sinceridad,
estamos cerca del sacro imperio de lo celestial y políticamente
correcto: someter al olvido cualquier consideración política
sobre el valor del laicismo en tierra de indios, sobre su importancia para
un país de más de cien millones, con la mitad o más
empobrecida pero instalada en ciudades y "multialambrada" con la cultura
global que seculariza a medida que incluye, pero manda a los peores momentos
fundamentalistas y terroristas a medida que repele y erige barreras a la
entrada y el disfrute de sus bienes terrenales.
Aquí, las enseñanzas de la fe se tornan
amenazas de la creencia y del rencor, que sin durar cien años se
empeña en soñarse milenario.
La celebración del fin de la simulación
alcanzó una cima inesperada: se inicia una era en la que todos pueden
tener la religión o creencia que quieran, decretó el secretario
Creel en respuesta a las primeras reacciones provocadas por la genuflexión
presidencial ante el jefe del Estado Vaticano.
Presa de sus propios fervores, los tiempos se le escaparon
al responsable de vigilar que la Constitución en materia de población,
migración y cultos se cumpla. De una parrafada, el secretario de
Gobernación, atildadamente auxiliado por su subsecretario for
all seasons, nada más reinauguró la era de Juárez,
cuando se separaron los poderes y cada quien pudo divorciarse, creer o
no creer y asistir o no al templo de su elección.
La estampa delineada por el cronista de La Jornada,
se trocó en estampita, de la doctrina del sábado por la tarde,
pero con un anuncio ominoso: que por esas jugarretas con que nos suele
castigar la historia, el país entero se ponga al borde de nuevas
y nefastas confrontaciones, donde el laicismo se vuelve víctima
de Humpty Dumpty: lo que importa es saber quién manda.
Mucho se ha dicho en páginas ejemplares de crítica
y reflexión, renuentes a rendirse al espectáculo del bochorno
y la sumisión que montaron al alimón el gobierno, los medios
electrónicos y la jerarquía guiada por el cardenal Rivera.
Pero esto apenas empieza, porque los partidos, tan lentos y siempre corriendo
para llegar tarde a donde sea, tendrán que aprender (y pronto) que
lo laico no es ceremonia ni bravata, mucho menos el recitar cansino de
lo aprendido mal en la primaria o en el café de al lado. Que es
condición esencial e insustituible de una vida pública (y
privada) civilizada y moderna, que no admite concesiones ni posposiciones
para salir en la foto o lograr la comprensión del poderoso y sus
confesores.
El eterno retorno bien puede no ser un mito en estos lares.
Tierra espinuda, la mexicana inspira lo mismo a Neruda que a quienes buscan
la reconquista mediante el catecismo y el uso del poder político,
sin que en esa empresa interminable en pos de su propia victoria cultural
cuenten demasiado consideraciones de orden histórico o científico,
o simplemente racional.
No es el jacobinismo ni la memoria contrahecha lo que
se ha puesto en juego, y aludir a ellos es una forma sibilina de eludir
el compromiso que supuestamente nos une: con la pluralidad y la diversidad,
con la tolerancia y la democracia, que son inconcebibles en una sociedad
cerrada donde la libertad de elección se reduzca al Big Brother
o a la urna cada tres o seis años. Camino largo el que nos espera:
además de sinuoso, ahora más que empedrado por la penuria
que se agrava.
Después de las estampas y las estampitas vienen
los que al final se estamparon en Atenco: ante el muro de sus propias torpezas,
el gobierno; ante la contemplación interesada de unos y el delirio
de otros, los pobladores fantasmales de los páramos de Texcoco,
que en triste contraste no celebran victoria cultural alguna, sino el triunfo
de la sinrazón que ahora, por lo visto, también reclama ser
canonizada.