Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Domingo 4 de agosto de 2002
  Primera y Contraportada
  Editorial
  Opinión
  Correo Ilustrado
  Política
  Economía
  Cultura
  Espectáculos
  CineGuía
  Estados
  Capital
  Mundo
  Sociedad y Justicia
  Deportes
  Lunes en la Ciencia
  Suplementos
  Perfiles
  Fotografía
  Cartones
  Fotos del Día
  Librería   
  La Jornada de Oriente
  La Jornada Morelos
  Correo Electrónico
  Búsquedas
  >

Política
Néstor de Buen

La presidencia indivisible

La polémica llena de contenido a los corrillos políticos y aun a los que no lo son habitualmente. No es para menos. No es normal, al menos en nuestro laico país, que el señor Presidente se incline reverente, de rodillas, ante otro jefe de Estado. Y menos aún que, en prueba de su sumisión, bese su mano o su anillo el que, supongo, tendrán que desinfectar con frecuencia porque podría convertirse en un peligroso transmisor de enfermedades.

Digo que no es normal y me equivoco. Simplemente, de manera pública, nunca había ocurrido. Las visitas papales que recuerdo no comprometían esos servilismos inadecuados en quien es la expresión humana de nuestro país. México, país soberano, no puede inclinarse ante nadie, aunque en los hechos y por los rumbos económicos, la inclinación sin rodillas en la tierra ni besamanos (o besanillos) pueda ser mucho más peligrosa.

No es un tema de mayor o menor religiosidad de quien detenta el Poder Ejecutivo. Quiero suponer que la mayor parte de nuestros presidentes revolucionarios, empezando por Manuel Avila Camacho, han sido católicos. Y sin duda bautizados y protagonistas de confirmaciones y primeras comuniones y bodas por la Iglesia. En los tiempos de don Manuel, el año 1941 se declaró Año de la Virgen de Guadalupe. La revista Tiempo, del inolvidable Martín Luis Guzmán, hizo una campaña feroz contra esa violación notoria de la Constitución, que se manifestó en el culto público. Y es que las procesiones y actos de fe proliferaron. No hacía tanto tiempo del fin de la Guerra Cristera.

No se me olvida aquel año, primero completo de nuestra estancia -de la familia De Buen- en México. La imagen que teníamos del país los refugiados era la que inspiraba el general Lázaro Cárdenas: democrático, con más o menos tendencias socialistas, laico y revolucionario. Y nos encontramos de repente con un país declarado y actuante como católico por la inmensa mayoría de la población, conservador, antirrefugiadil por antirrojo, germanófilo (lo que suponía irle a Hitler y no a los aliados), antiyanqui y con una notable energía frente al protestantismo que ya entonces se hacía notar. Había unos bonitos carteles que se pegaban en las puertas de las casas cuyo texto no se me olvida: "Este hogar es católico y no admitimos propaganda protestante".

Sin embargo, había un personaje michoacano, amigo muy cercano del presidente Cárdenas, que dirigía los destinos de la catolicidad: don Luis María Martínez, sólo arzobispo, que entonces no teníamos cardenales, y que era un tío simpático. Su figura era grata: flacón, con sotanas cómodas, sonriente y sin asomo alguno de esas solemnidades antipáticas que suelen caracterizar a las dignidades católicas. De esos curas quedan pocos.

Excluyo, por supuesto, a mi Papa favorito: Juan XXIII, el famoso sargento Roncalli, quien llegó a ocupar la llamada silla de San Pedro en una elección en la que el colegio cardenalicio creyó que su avanzada edad lo quitaría pronto de la chamba. Duró más de lo esperado y revolucionó a la Iglesia. Gestó la Teología de la Liberación, ese movimiento formidable que hoy representa entre nosotros Samuel Ruiz y que ha tenido antecesores también ilustres, entre otros, Sergio Méndez Arceo. Y que el Papa actual abomina.

Confieso (confesión, por supuesto, laica) que no me agrada el señor don Karol, mejor conocido como Juan Pablo II. Admiro su inteligencia, su enorme sabiduría política y hoy, su increíble resistencia física y la tenacidad de su acción. Pero es tan conservador o más que el tenebroso Pío XII, que bendeciría la espada de Franco, y del que se afirma que no movió nada para evitar el asesinato de millones de judíos. Su larga presencia en la Alemania de Hitler como delegado apostólico lo había hecho simpatizar con el más grande criminal del siglo xx.

Creo que nuestro Presidente se equivocó. No puede justificar su conducta afirmando que actuó como humano y no como político. La piel presidencial es inseparable. Y el representante de México no tiene derecho a expresar sumisión a nadie. Porque es tanto como afirmar que México se inclina ante otros poderes. Eso no se vale. "El principio histórico de la separación del Estado y las iglesias orienta las normas contenidas en el presente artículo", señala el artículo 130 constitucional. Y, como expuso La Jornada el pasado miércoles, el artículo 25 de la Ley de Asociaciones Religiosas prohíbe a los funcionarios asistir con carácter oficial a actos religiosos de culto público.

Pero a lo mejor el presidente Fox pensó que el público que andaba por La Villa no era culto. Si fue así, me temo que tenía razón. Al menos en eso. 

Números Anteriores (Disponibles desde el 29 de marzo de 1996)
Día Mes Año