Néstor de Buen
La presidencia indivisible
La polémica llena de contenido a los corrillos
políticos y aun a los que no lo son habitualmente. No es para menos.
No es normal, al menos en nuestro laico país, que el señor
Presidente se incline reverente, de rodillas, ante otro jefe de Estado.
Y menos aún que, en prueba de su sumisión, bese su mano o
su anillo el que, supongo, tendrán que desinfectar con frecuencia
porque podría convertirse en un peligroso transmisor de enfermedades.
Digo que no es normal y me equivoco. Simplemente, de manera
pública, nunca había ocurrido. Las visitas papales que recuerdo
no comprometían esos servilismos inadecuados en quien es la expresión
humana de nuestro país. México, país soberano, no
puede inclinarse ante nadie, aunque en los hechos y por los rumbos económicos,
la inclinación sin rodillas en la tierra ni besamanos (o besanillos)
pueda ser mucho más peligrosa.
No es un tema de mayor o menor religiosidad de quien detenta
el Poder Ejecutivo. Quiero suponer que la mayor parte de nuestros presidentes
revolucionarios, empezando por Manuel Avila Camacho, han sido católicos.
Y sin duda bautizados y protagonistas de confirmaciones y primeras comuniones
y bodas por la Iglesia. En los tiempos de don Manuel, el año 1941
se declaró Año de la Virgen de Guadalupe. La revista Tiempo,
del inolvidable Martín Luis Guzmán, hizo una campaña
feroz contra esa violación notoria de la Constitución, que
se manifestó en el culto público. Y es que las procesiones
y actos de fe proliferaron. No hacía tanto tiempo del fin de la
Guerra Cristera.
No se me olvida aquel año, primero completo de
nuestra estancia -de la familia De Buen- en México. La imagen que
teníamos del país los refugiados era la que inspiraba el
general Lázaro Cárdenas: democrático, con más
o menos tendencias socialistas, laico y revolucionario. Y nos encontramos
de repente con un país declarado y actuante como católico
por la inmensa mayoría de la población, conservador, antirrefugiadil
por antirrojo, germanófilo (lo que suponía irle a Hitler
y no a los aliados), antiyanqui y con una notable energía frente
al protestantismo que ya entonces se hacía notar. Había unos
bonitos carteles que se pegaban en las puertas de las casas cuyo texto
no se me olvida: "Este hogar es católico y no admitimos propaganda
protestante".
Sin embargo, había un personaje michoacano, amigo
muy cercano del presidente Cárdenas, que dirigía los destinos
de la catolicidad: don Luis María Martínez, sólo arzobispo,
que entonces no teníamos cardenales, y que era un tío simpático.
Su figura era grata: flacón, con sotanas cómodas, sonriente
y sin asomo alguno de esas solemnidades antipáticas que suelen caracterizar
a las dignidades católicas. De esos curas quedan pocos.
Excluyo, por supuesto, a mi Papa favorito: Juan XXIII,
el famoso sargento Roncalli, quien llegó a ocupar la llamada silla
de San Pedro en una elección en la que el colegio cardenalicio creyó
que su avanzada edad lo quitaría pronto de la chamba. Duró
más de lo esperado y revolucionó a la Iglesia. Gestó
la Teología de la Liberación, ese movimiento formidable que
hoy representa entre nosotros Samuel Ruiz y que ha tenido antecesores también
ilustres, entre otros, Sergio Méndez Arceo. Y que el Papa actual
abomina.
Confieso (confesión, por supuesto, laica) que no
me agrada el señor don Karol, mejor conocido como Juan Pablo II.
Admiro su inteligencia, su enorme sabiduría política y hoy,
su increíble resistencia física y la tenacidad de su acción.
Pero es tan conservador o más que el tenebroso Pío XII, que
bendeciría la espada de Franco, y del que se afirma que no movió
nada para evitar el asesinato de millones de judíos. Su larga presencia
en la Alemania de Hitler como delegado apostólico lo había
hecho simpatizar con el más grande criminal del siglo xx.
Creo que nuestro Presidente se equivocó. No puede
justificar su conducta afirmando que actuó como humano y no como
político. La piel presidencial es inseparable. Y el representante
de México no tiene derecho a expresar sumisión a nadie. Porque
es tanto como afirmar que México se inclina ante otros poderes.
Eso no se vale. "El principio histórico de la separación
del Estado y las iglesias orienta las normas contenidas en el presente
artículo", señala el artículo 130 constitucional.
Y, como expuso La Jornada el pasado miércoles, el artículo
25 de la Ley de Asociaciones Religiosas prohíbe a los funcionarios
asistir con carácter oficial a actos religiosos de culto público.
Pero a lo mejor el presidente Fox pensó que el
público que andaba por La Villa no era culto. Si fue así,
me temo que tenía razón. Al menos en eso.