Bernardo Barranco
Fox, el presidente católico
La presencia del Papa en México ha demostrado, una vez más, su capacidad de convocatoria y su habilidad seductora, muy a pesar de su abatido estado físico. Las calles, los medios de comunicación y el reloj de la ciudad caminan al ritmo del pontífice. Uno se pregunta si es el reflejo o el recuerdo de aquel personaje avasallador y carismático que selló la imaginaria popular o si es un producto mediático.
El pueblo mexicano pareciera huérfano que busca la adopción; la forma de entregarse al Papa muestra la necesidad de creer en algo o en alguien con certeza. Quizá porque sus líderes lo han defraudado, porque es escéptico y carece de ilusiones; se desconfía de propuestas de futuro por opacas y anodinas. Juan Pablo II, desde hace 23 años, nos ha venido reafirmando en cada una de sus cinco visitas un discurso firme y tenaz de certezas fundamentadas en valores y en una ética cristiana que aparece como un ideal histórico. Después de cinco visitas, no hay grandes novedades ni descubrimientos excepcionales que aporte el Papa. Sin embargo, la fuerza simbólica de Juan Pablo II no sólo se mantiene intacta, sino que, lejos de ritualizar su presencia, ésta parece no perder terreno.
La ceremonia de canonización de Juan Diego ha sido un ejercicio interesante de reafirmación de la opción preferencial por los indígenas que la Iglesia mexicana no ha asumido con profundidad ni con valentía. Tanto las lecturas, la liturgia, las representaciones como la homilía constituyen una exhortación para romper las inercias aburguesadas de una jerarquía local que ha sido tibia y timorata para abordar a los pobres en general y a los indígenas en particular. Nos gustaría abordar con mayor detalle esta cuestión en una futura entrega. Porque queremos focalizar nuestro comentario en los excesivos desplantes católicos del presidente Vicente Fox.
Vivimos en un Estado laico, que significa no sólo la clara diferenciación de poderes entre la Iglesia y del Estado establecida en el artículo 130 de la Constitución, sino que el Estado no necesita de la legitimidad religiosa ni divina para ejercer su soberanía. La legitimidad proviene de la voluntad de los ciudadanos por medio de diferentes formas de representación y de participación popular, como puede ser el voto. El Presidente se ha excedido y ha violado el artículo 25 de la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público, que establece que las autoridades federales no podrán intervenir "ni asistir con carácter oficial a ningún acto religioso de culto público, ni actividades que tengan motivos o propósitos similares". Durante la ceremonia de acogida al Papa en el hangar presidencial, Fox cerró su intervención dando la bienvenida al pontífice a nombre de ese pueblo al que había calificado de católico. El Presidente no puede dejar de lado a más de 12 por ciento de la población que se declara no católica. Independientemente de si éstos votaron por él, Vicente Fox, individuo o Presidente, no puede enviar señales confusas que pudieran conducir a equívocos de exclusión y de rechazo a formas de creencias no católicas.
La laicidad es un principio histórico, sustentado principalmente en Francia y adoptado en México, y establece la posibilidad de crear la convivencia social y duradera evitando que se fracture por la injerencia política de la religión y de las iglesias. La fe es un acto personal e individual, y supone el compromiso de crear y sostener un espacio cívico fundamentado en una ética social incluyente. Si la separación iglesias-Estado ha sido aceptada por el catolicismo que abandonó los sueños de cristiandad, en cambio ha rechazado el principio de la laicidad que relega la fe a los individuales e íntimos de la persona. En México no existe una religión de Estado, y si bien el catolicismo es la religión mayoritaria, no pueden relegarse las percepciones religiosas minoritarias. Es un principio republicano y es un principio democrático de pluralidad, tolerancia y de diálogo. La presencia de Fox en la misa de canonización de Juan Diego fue discreta, rayó en los límites de interpretación de una Ley de Asociaciones Religiosas anacrónica e insuficiente. Con muchos artificios, el subsecretario Javier Moctezuma Barragán creyó haber salido del paso, apelando a la libertad religiosa de cualquier individuo para justificar una presencia de Fox en los eventos papales que sabía harían ruido. El Presidente, en una entrevista previa, también apeló a un México diferente y transparente en el que ya no cabe la simulación; sin embargo, olvida muy pronto la sensibilidad laica y secular que ha bañado al Estado desde el siglo XIX.
El beso al anillo papal es un gesto simbólico de reconocimiento y de sumisión, propio de un fiel católico, extraño en un presidente de la República. Nuevas formas, provocadoras, a las que debemos acostumbrarnos o repensar, debatir y dialogar sobre los límites del Ejecutivo en materia religiosa. Pareciera que al Presidente ya se le olvidaron las controversias en torno al aborto que se dieron en Guanajuato poco antes de que tomara el poder; o los cuestionados arrebatos católicos de su secretario del trabajo, Carlos Abascal; o de sus segundas nupcias, que inflamaron los fueros eclesiásticos. México no es de los católicos, ni los católicos son México: el Presidente debe comprender que sus arrebatos pueden provocar intolerancias, intransigencias y exclusiones. Fox debe poner en práctica las orientaciones del Papa sobre Juan Diego, que jamás renunció a su cultura y propició el encuentro de los dos mundos.