Su legado, a la altura de Freud y Wittgenstein, afirman estudiosos de la
filosofía política
Popper, entre los pensadores más importantes
del XX
Los intelectuales hemos ocasionado los daños más atroces,
escribió en La responsabilidad de vivir
CESAR GÜEMES /II Y ULTIMA
Para el inicio del último tercio del siglo XX,
Popper se había ganado ya un espacio propio tan amplio que en México
su obra se volvió de lectura obligada en la materia de epistemología.
El reconocimiento internacional al editarse su volumen titulado La responsabilidad
de vivir. Escritos sobre política, historia y conocimiento fue
claro. En su momento Günther Pazig dijo de él: "Partisano de
la verdad, ultraísta negativo (para quien) la disminución
del dolor se antepone claramente al aumento de la felicidad, Karl Popper
se cuenta, junto con Sigmund Freud y Ludwig Wittgenstein, entre los hijos
de las burguesía judía de Viena cuyos pensamientos han modificado
y caracterizado el panorama intelectual de Europa en este siglo". Mientras
que Oscar Negt lo define y defiende así: "Extraer dos o tres pensamientos
originales de este siglo sangriento, pero de alguna manera pobre en producción
de ideas, presupone un alto grado de sensibilidad histórica en la
propia formación de una teoría. Y esto es válido,
sin ningún género de dudas, para un pensador de la magnitud
de Karl Popper".
Justamente
en La responsabilidad de vivir Popper se pregunta si los intelectuales
pueden hacer algo para "evitar el nacionalismo, el racismo, las víctimas
de Pol Pot en Camboya, las víctimas del ayatola en Irán,
las víctimas de los rusos en Afganistán, las nuevas víctimas
en China". Y se responde que sí, "sencillamente porque nosotros,
los intelectuales, hemos ocasionado desde hace siglos los daños
más atroces. Las matanzas en masa en nombre de una idea, de una
doctrina, de una teoría. Esta es nuestra obra, nuestra creación:
el invento de los intelectuales. Solamente con que dejáramos de
azuzar a unos seres humanos contra otros -a menudo con las mejores intenciones-,
únicamente con esto ya se habría ganado mucho".
Para cuando se publicó por primera vez su libro
En busca de un mundo mejor, en 1984, su postura era la de un hombre
esperanzado, ciertamente no en términos metafísicos sino
a partir de hechos corroborables. No sería éste su último
libro, desde luego, pero ya se perfilaba en algunas de sus afirmaciones
la posibilidad de cerrar el círculo de pensamiento que iniciara
varias décadas antes: "Señoras y señores, no creo
en el progreso o en una ley del progreso. En la historia de la humanidad
ha habido subidas y bajadas. Puede coexistir una gran riqueza con una gran
depravación, y la prosperidad artística puede darse simultáneamente
a un declinar del sentimiento humanitario y de la buena voluntad. Hace
más de cuarenta años escribí algunas cosas contra
la fe en el progreso y contra la influencia de las modas y el culto de
la modernidad en el arte y en la ciencia. Hace poco se nos instaba a creer
en la idea de modernidad y de progreso, y en la actualidad se nos inyecta
el pesimismo cultural. Lo que deseo decir a los pesimistas es que, en mi
larga vida, he sido testigo no sólo de regresión sino de
claras muestras de progreso. Los pesimistas culturales que no desean admitir
que nuestra época y nuestra sociedad tenga nada bueno, están
ciegos a ello y ciegan a los demás. Creo que es perjudicial que
los intelectuales destacados y admirados digan continuamente a la gente
que, en realidad, viven en el infierno. De este modo, no sólo les
hacen sentirse insatisfechos -esto no sería tan malo- sino también
infelices. Les despojan de la alegría de vivir. ¿Cómo
terminó su obra Beethoven, que en su vida personal fue profundamente
desgraciado? Con el Himno a la alegría, de Schiller".
Uno de sus volúmenes postreros, El mundo de
Parménides. Ensayos de la ilustración presocrática,
condensa en gran medida su apasionamiento por el pensamiento clásico
griego.