Rolando Cordera Campos
La política como lotería, o ruleta rusa
Nadie duda hoy que en julio de 2003 se decidirán cosas importantes para el futuro de México y su gobierno. Aun a sabiendas de que la composición del Senado no se moverá formalmente, es claro para todos que un deslizamiento en la Cámara de Diputados a favor del presidente Fox o del PAN, o de ambos si logran trascender sus mil y un escondidos litigios y conflictos de ego, haría emerger una nueva situación en el conjunto del sistema político representativo que a duras penas mantiene en orden la lucha por el poder abierta por la alternancia. Pero aquí queda toda certeza y entramos a los círculos infernales de la incertidumbre alimentada por la especulación de los jugadores de toda laya, que han descubierto que la política puede seguir por tiempo indefinido como un juego de albures.
Que la política es vista por muchos como lotería es evidente en la feria de declaraciones, infundios y filtraciones que articula la vida pública nacional. Lo único que distingue esta época de los tiempos verticales del presidencialismo es la multiplicación de las "fuentes" y la enorme ubicuidad de los tiradores. También, el hecho de que ahora no es sólo el gobierno el que usa la filtración como modo de descargar lastre o decidir fortunas, sino que al festín se han unido con desparpajo otros factores y buscadores de poder, como las empresas mediáticas y los hombres del dinero que sin pensarlo se toparon con el pluralismo desbocado de estos tiempos.
Sin embargo, es claro que lo de 2003 va más allá de este absurdo juego donde el gato y el ratón se intercambian pelambre todos los días, para gusto y beneficio del peor de los columnismos vuelto liderazgo de opinión por el empobrecimiento mental inesperado que ha acompañado al formidable cambio político de los últimos años. En esa fecha, como lo propuso hace unos días el Presidente, podrá saberse por dónde y a qué ritmo quiere ir la población para cambiar el Estado y a ella misma, si opta por el regreso a algún estadio anterior de su evolución o por quedarse quieta para ver qué pasa. Sin haber concretado el cambio prometido, el gobierno tiene que volver a las urnas para ver qué le dicen y mandatan y es por eso que el Presidente se apresta a la luz del día a vestir traje de campaña, el que por lo visto más le cuadra.
Por dónde y cómo hay que cambiar es la cuestión central de una agenda no abordada pero reconocida por todos como necesaria y urgente. Y qué bueno que para muchos sea la cancha electoral la escogida para hacerlo. A pesar de la polvareda, ello permitirá guardar esperanzas de que podemos refrendar el compromiso democrático sellado a punta de votos por la mayoría ciudadana a partir de 1994.
Dejadas atrás las certezas, hay que dejar a un lado también el optimismo. La justa que viene, es cada día más claro, no permitirá un ápice de avance en la resolución de los graves problemas que el país enfrenta si, como lo han sugerido el Presidente y su partido, las grandes vertientes del cambio se adjudican en bloque a los tres partidos principales del sistema: el progreso al PAN; el regreso al PRI; el estancamiento al PRD. Con una dialéctica como esa, lo más probable es que las elecciones sólo sirvan para oscurecer todavía más el panorama, hoy poblado de desatinos y vocación por la autodestrucción institucional, como lo han mostrado algunos desbocados consejeros del IFE, uno que otro desbalagado de la república financiera y hace unos días el presidente de la CNDH, que de ombudsman se convirtió en everyman: especialista forense, profeta distante, experto en tierras y polvos (véase La Jornada, 26 de julio, pp. 1 y 7).
Nos guste o no, el sistema ordenador de la política democrática supone la existencia y centralidad de partidos, pero no garantiza que los partidos estarán a la altura de esa exigencia. Esto es lo que ocurre hoy en México y lo que da tanto espacio a los compradores de billetes de lotería. De Atenco a Chihuahua, pasando por las consultas y los consultores sobre los mitos urbanos traídos de Nacajuca, todo se nos presenta como un juego donde los partidos tienen poco qué decir y nada qué hacer. Y es aquí donde la cosa se pone grave.
Quizás, sólo quizás para un mañana indefinido, la punta de la madeja para salir del laberinto esté en admitir que la política tendrá que pasar por la invención de coaliciones frágiles y múltiples, en las que serán el Congreso y los legisladores, junto con los gobernadores, los que tejerán y definirán, con el Ejecutivo federal, los destinos del cambio nacional, tan cacareado como impreciso. Y que los partidos se las arreglen para no quedar en la cuneta.
La hora de las coaliciones apenas empieza y nadie debería darla por clausurada, mucho menos el gobierno. Lo que de éste se espera es que no desespere y que busque con cautela el mejor vehículo para acercar el país a una circunstancia en la que el acuerdo no sea sinónimo de traición o el fruto de una presión ilegítima, sino de un compromiso histórico vital ante una situación que se agrava y amenaza con las horas.
Esta es la verdadera encrucijada de México y por desgracia va más allá de la retórica chata de los actuales partidos: acordar para ceder y conceder, sin clausurar la riqueza de la política plural que apenas hemos empezado a disfrutar. Si lo que se quería con la democracia eran dilemas y no verdades desde lo alto, ya llegaron.