Jenaro Villamil
El Papa, ocaso y fetichización
"Porque la fe se puede ver", dice la rúbrica de los comerciales que Televisa ha trasmitido ininterrumpidamente desde hace dos semanas para promoverse a sí misma como empresa y como púlpito electrónico en ocasión de la quinta visita de Juan Pablo II a México. El tono general de la promoción, no sólo de esta compañía sino de prácticamente todos los medios electrónicos y la mayoría de los periódicos, tiene poco que ver con la fe y más con la fetichización. El culto a la personalidad de Juan Pablo II, la renuncia a una cobertura periodística en aras de una espectacularidad que clausura la posibilidad de discusión e información, la transformación de Juan Diego en un santo virtual con todo y casting de aspirantes a representarlo y una ostentosa muestra de que ni la sencillez ni la humildad tienen asidero en la jerarquía mexicana y en la clase política, son las muestras más claras de que el ocaso de un papado está cerca. La misión pastoral se deja ahora en manos de auténticos mercaderes de imágenes, misas, bendiciones, votos y bienes raíces santorales.
Es difícil mantenerse al margen de ese enorme aparato de fetichización que han montado los medios masivos para apropiarse de la religiosidad como si fuera un reality show más. La jerarquía parece felicitarse a sí misma porque la reificación religiosa les redituará como grupo de presión frente a un gobierno que se postra ante la publicidad papal como si fuera oxígeno propio.
La quinta visita está acompañada de tres tendencias mediáticas identificables:
A) Los seis meses de mensaje unidireccional. Desde que se conoció la santificación de Juan Diego, medios, jerarquía y Legionarios de Cristo quisieron borrar cualquier efecto pernicioso de crítica o análisis. El ex abad de la basílica, Guillermo Schulemburg, fue expulsado del paraíso de los príncipes de la Iglesia por expresar públicamente las mismas dudas que había ventilado internamente desde hace más de un lustro: Juan Diego no tiene asidero histórico real, forma parte de una construcción simbólica de una evangelización que buscaba la docilidad y la obediencia del indígena. En contra de la propia teología católica moderna, se ha querido imponer la existencia de un santo como si se tratara de un dogma de fe.
Sin embargo, lo que el fervor genuino no da, la pantalla no impone. Juan Diego carece del rating esperado. El verdadero fervor guadalupano sobrevive por encima del interés de construir un santo indígena cómodo, contemplativo, con linaje "noble" y sumisión jerárquica. Cuando mucho, Juan Diego quedará como fetiche protector de una pastoral conservadora que niega los propios avances planteados en Puebla, en 1979, en esta materia, y en el propio encuentro que sostuvo Juan Pablo II con comunidades indígenas en Izamal, en 1993.
B) La negación de una crisis institucional. Juan Pablo II ya no llega a México como el poderoso cruzado polaco que sorprendió a propios y extraños en 1979 por su capacidad de convocatoria y su carisma, por blandir la crítica contra el totalitarismo comunista y contra el "hedonismo" materialista del neoliberalismo triunfante de la guerra fría. Después de 23 años, la plataforma preconciliar de Juan Pablo II se ha impuesto a un alto costo para la institución: la Iglesia ha confundido modernización con homogeinización; su credibilidad social se ha visto empañada por una ola reciente de escándalos sexuales entre obispos y sacerdotes y por crecientes críticas a su posición frente a la natalidad, al aborto, a la homosexualidad, a la eutanasia, en fin, a los derechos sexuales y reproductivos de hombres y mujeres de la sociedad moderna. La caridad y la solidaridad han devenido discursos huecos, no en prácticas reales que compitan con el feliz triunfo de la visión de los Legionarios y del Opus Dei: la teología del poder.
En esta imagología del poder supremo incuestionable, el Papa ya no es un conductor sino un icono de ese poder, en manos de quienes rechazan la urgencia de una renovación doctrinal, institucional y social.
C) La gira televisiva. Pocas visitas como la presente se insertarán de lleno en la batalla campal por la publicidad, el rating y la mediatización religiosa que protagonizan los principales grupos corporativos. Hasta hace unas semanas, Televisa, Tv Azteca y Claravisión -el canal de televisión restringida católico, propiedad de Alejandro Burillo Azcárraga- libraban una soterrada batalla por los derechos de transmisión de la visita papal como si se tratara de un concierto de Britney Spears. Juan Pablo II se ha convertido en un buen fetiche para remontar la caída de más de 6 por ciento de la publicidad televisiva. Entre el Mundial de futbol y la visita papal existen pocas diferencias en el discurso mediático: véanos para creer, el Papa es nuestra estrella. Hasta el Canal 22 abandonó la sana distancia y se montó en la ola de la papanomanía con especiales históricos de dudosa objetividad. Televisa ha ido transmitiendo seis programas especiales con la ventaja de contar con mejor archivo histórico y de imágenes de las anteriores visitas. Involuntariamente, la empresa de Azcárraga Jean documenta el antes y después de un Pontífice antes vigoroso, fuerte y el anciano disminuido en sus facultades físicas de ahora. Los comentaristas de radio y televisión compiten en una explosión de subjetivismo que los lleva a confundir a Juan Pablo II con la divinidad misma. Si acaso, Canal 11 y las estaciones de radio públicas -IMER, Radio UNAM, etcétera- no han olvidado que vivimos en un Estado laico y critican tanto la comercialización como la ostentación de la jerarquía y la clase política.
Previsiblemente, la gira dejará poco en materia pastoral y mucho en términos de espectacularidad efímera. En el ocaso de su pontificado, Juan Pablo II derivó en remembranza de sí mismo.
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