ENTREVISTA
Ana Ignacia Rodríguez, La Nacha
Pelearé hasta que se castigue a los culpables
del 68
"La discriminación de la mujer en el 68, ¡en
serio!, es enorme. Nuestra participación fue determinante (...)
A pesar de todo, por el movimiento sólo hablan los compañeros."
BLANCHE PETRICH
Son escasos los veteranos del movimiento de 1968 que mantienen,
34 años después, la exigencia de una reivindicación
histórica y un juicio penal contra los responsables de la matanza
de estudiantes. Ana Ignacia Rodríguez, La Nacha, es una de
esas pocas; sigue de "terca", porque "es una necesidad vital".
Es codenunciante de la causa penal FEMOS/PP/002 por las
masacres de Tlatelolco y San Cosme. Miembro del Comité 68, asegura:
"Pelearé hasta el último aliento para se aclare lo que ocurrió
y se castigue a los culpables, en los más altos niveles de gobierno,
por tantos muertos".
De su clase en la Facultad de Derecho, semillero tradicional
priísta, hubo quienes llegaron al poder, incluso gobernadores, como
José Murat y Celso Delgado. Hubo quienes tomaron la vía armada
cuando entendieron, en 1971, que las vías de la oposición
política estaban cerradas. Están muertos. Y hay algunos que,
como ella, llevan la marca de esa generación y esa ruptura. Sus
hijas se llaman Tania, como la guerrillera, y Habana. Sus nietas, gemelas
recién nacidas, Ana Sabina y Ana Garina. Nomenclatura clásica
de una conciencia sesentayochera. En la foto de su ficha carcelaria, recién
rescatada de los "archivos secretos", se ve a la hoy abuela, de frente
y de perfil, como una chica chatita y bonita, de pelo largo, con los ojos
negros delineados muy a los años 70.
Bajo la foto penitenciaria se lee, manuscrito, su "delito":
agitadora. Un "crimen" que bajo el echeverriato le valió una sentencia
de 16 años de prisión.
De ésos purgó dos, porque cuando el entonces
secretario de Gobernación arrancó su campaña a la
Presidencia, en 1970, ordenó la liberación de algunos presos
que Amnistía Internacional reclamaba como reos de conciencia. Nacha
salió de la cárcel a los 25 años, con "la vida marcada".
¿El balance, 34 años después? "Mis
ideales y valores se hicieron más bellos, más profundos.
Pero mi proyecto de vida se truncó. Los sueños que tenía
para mi familia se esfumaron. Con decirte que fui de las primeras en toda
la carrera y nunca ejercí la abogacía. Después de
pasar por lo que pasé, ¿cómo iba a creer en las leyes?
Además, la represión posterior, el estar en las listas
negras, que nadie te dé trabajo, que nadie te rente un departamento
porque estuviste presa, estuviste en lo del 68... De eso no se habla pero
fue terrible."
Ignacia ha acuñado una frase: "La conciencia no
prescribe". Es una inconforme "porque este presente no es sano. ¿Cómo
va a serlo, con ese pasado enfermo?"
Mujeres al límite
Nacha,
como La Tita, que murió recientemente, son dos típicas
mujeres que vivieron al límite su tiempo. Reconocimiento no hubo.
Por el 68 sólo hablan los varones. "La discriminación de
la mujer en el 68, ¡en serio!, es enorme. Nuestra participación
fue determinante en el movimiento estudiantil, fuimos oradoras, sacábamos
muchos pesos en las brigadas, hacíamos pintas. A pesar de todo,
por el movimiento sólo hablan los compañeros."
Por alguna razón -quizá por haber sido presas
políticas o por la proyección que les dio el libro La
noche de Tlatelolco, de Elena Poniatowska-, Nacha y Tita
son las únicas conocidas del aporte femenil a ese capítulo
de la historia.
Despolitizada, hija de una familia trabajadora de Taxco,
Ignacia cursó la carrera de Derecho en la UNAM y ahí trabó
amistad con Roberta Avendaño, La Tita, quien se hacía
notar no sólo por su tamaño (pesaba casi 100 kilos), sino
por su espíritu combativo. Ella la llevó a su primera marcha,
un 26 de julio imposible de olvidar: "Porque es mi cumpleaños, porque
soy pro cubana de corazón colorado y porque así me inicié
en el movimiento". También fue su primera represión.
Ese día vivió cosas increíbles, como
la corretiza de la cual escapó su amiga Tita, quien con la
ayuda titánica de varios compañeros logró saltar una
barda para escapar, sólo para ir a caer sobre el toldo de un vocho.
Sobra decir que la activista pagó los gastos de todos los daños.
De ahí en adelante, la vida fue una vorágine:
brigadas, pintas, asambleas, mítines. Ana Ignacia se convirtió
en La Nacha.
Su primer arresto fue cuando el Ejército invadió
Ciudad Universitaria, el 18 de septiembre del 68. A lo largo de toda la
noche fueron saliendo del campus camiones con jóvenes detenidos,
hasta llenar todas las cárceles de la capital. Fueron llevadas a
Lecumberri, y en lugar de las 72 horas legales de detención preventiva,
estuvieron cinco días presas.
El Tlatelolco de Nacha y Tita
El 2 de octubre Nacha y Tita fueron juntas
en los autobuses llenos de estudiantes desde CU hasta la Plaza de las Tres
Culturas. Llevaban la manta de su facultad. Se situaron en las primeras
filas para poder ver bien a los oradores en el tercer piso del edificio
Chihuahua.
A partir de este punto, Nacha arranca una larga
narración en un hilo.
"Cuando pasó el primer helicóptero ni le
hicimos caso. Las luces de bengala sí nos sorprendieron, pero lo
que nos alertó fue cuando vimos que alguien le tapaba la boca al
muchacho que en ese momento hablaba por el micrófono. En ese instante
empezamos a oír el tableteo. Yo no reaccioné hasta que La
Tita me jaloneó. '¡No seas pendeja, están matando
a la gente, córrele!' No sé ni cómo pero corrimos
entre las ruinas hasta salir por el frente de la plaza, colándonos
entre las columnas de soldados que avanzaban en una operación como
de barredora, disparando. Alguien desde un coche nos gritó: súbanse.
Así nos alejamos. Pero luego La Tita se acordó de
no sé qué papeles que dejó olvidados, y yo me regresé
por ellos. En una calle aledaña estuve esperando, pero la cosa se
estaba poniendo horrible. El edificio Chihuahua se empezó a incendiar,
llegaron las ambulancias y no las dejaban pasar; hacían un ruido
infernal. Como si estuviera dentro de una película. Un cable de
alta tensión se reventó muy cerca de mí y cayó
sacando chispas. Me dije: 'tengo que salir de aquí'. Y me fui corriendo.
"Alguien, desde un coche, gritó mi nombre. Yo me
metí sin fijarme en nada, pero cuando arrancamos vi que el que manejaba
llevaba amarrado algo blanco en la muñeca. Todos los demás
también. Chin, me dije, dónde me metí. En eso se paran
los tipos a comprar chelas en una tienda y aproveché para
salir volada. No paré de correr hasta que llegué al Sanborns
de Lafragua, toda sucia de rímel, despeinada, con las medias rotas.
Pedí que me llevaran a casa de un amigo médico. Era casi
medianoche. Ahí estaba él, en su departamento, con su familia,
viendo la televisión. En las imágenes se veía el tiroteo
pero decían que los estudiantes habían disparado y que el
Ejército se había visto obligado a intervenir. '¡No
es posible que digan eso, es mentira!' Me puse muy mal, al grado de que
mi amigo el médico me inyectó un sedante.
"Al día siguiente, cuando desperté y empecé
a recordar, me preguntaba intensamente ¿por qué? ¿por
qué salí viva de eso? Por algo ha de haber sido, me dije;
para contar lo que vi, para seguir la lucha.
"Traté de buscar a La Tita por teléfono,
¿cómo me iba a imaginar que estaba intervenido? Como no la
encontré fui a la facultad, pero estaba desierta. Cuando regresé
al departamento de mi amigo ya me esperaban unos agentes vestidos de civil.
Había unos ocho en la sala a oscuras.
"De ahí fui a dar a los separos de Tlax-coaque,
donde conocí a Mendiolea Cerecero. '¿Conque eres la famosísima
Nacha?', me dijo, y me dio un bofetón. Ya tenían a
mi amigo el doctor, a su esposa y a sus hermanos. Ellos me reprochaban
a mí que hubieran caído. Me encerraron sola e incomunicada
en una celda. Pasé varios días ahí. Me liberaron por
falta de cargos.
"Me fui a mi tierra, pero sólo para pasar la Navidad
con mi mamá. Regresé de Taxco el 2 de enero. Vivía
en un departamento sobre avenida Coyoacán. Ahí estaba con
un amigo, Antonio Pérez Sánchez, cuando oí que abrían
y azotaban la puerta. 'Debe de ser La Tita', me dije, pero en un
instante había en el cuarto nueve tipos con ametralladoras, encañonándonos.
Al pobre de Toño, que no tenía que ver con nada, le
decíamos el Che y tenía el pelo largo. No, pues, ¿qué
más prueba querían? También a él se lo llevaron.
Fue mi tercer arresto en cuatro meses, el definitivo.
"Nos llevaron quién sabe adónde y nos echaron
a un pajar. Oíamos relinchos. Ahí estuvimos muchas horas,
casi sin hablar, hasta que nos pusieron contra la pared, nos quitaron las
vendas y nos tomaron fotografías. Al principio a mí me interrogó
un gringo, estoy segura. Era rubio, con uniforme militar y corte
de pelo de cepillo. Cerca oía gritos de torturados. Me decían:
ésa que está al lado es tu madre. ¿Quieres que le
sigamos? No, pues así sí firmé todo lo que me pusieron
enfrente. Querían que confesara que Carlos Madrazo nos había
dado 100 mil pesos para el movimiento. Después nos llevaron a Toño
y a mí, vendados de nuevo, a otro sitio. Al llegar nos quitaron
las vendas y nos hicieron caminar con la cabeza baja hacia un cuarto. Así
iba cuando oí: '¡Ay, pendeja, ya te agarraron!' Era La
Tita. Ahí estaban, presos también Rodolfo Echeverría
y Salvador Luis Villegas.
"Juntos ya teníamos menos miedo. El seis de enero,
me acuerdo, La Tita puso nuestros zapatos junto a la puerta con
una carta para los Reyes.
"De ahí pasamos a Lecumberri, todos juntos, hasta
que nos dieron a conocer la sentencia de la famosa causa penal: 16 años
por 10 delitos, ocho comunes y dos políticos, rebelión y
sedición. Fuimos tres mujeres las sentenciadas, Tita, Adela
Salazar de Castillejos y yo.
"Para sobrevivir en la cárcel de mujeres hay que
tener mucha fortaleza, no sólo física, sino de valores. Padecí
mucho el acoso sexual de una de las presas. Me tuve que encerrar dentro
de mi celda, renunciar al patio, a las áreas comunes. Así
se llama mi libro: Cárcel dentro de la cárcel. La
Tita y yo pasábamos el tiempo planeando cómo fugarnos.
Y en los círculos de estudio. Obligados. Eran días de gloria
cuando iban a visitarnos Demetrio Vallejo y Valentín Campa."
Las huellas de la cárcel y los compañeros
caídos es indeleble. Para la entrevista, Nacha se preparó
un buen paquete de pañuelos desechables. Al final, ha usado todos.
Concluye: "Pelearé hasta el último aliento para se aclare
lo que ocurrió y se castigue a los culpables, en los más
altos niveles de gobierno, por tantos muertos".