Carlos Bonfil
Recuerdos imborrables
Iris Murdoch (1919-99), "la novelista inglesa más notable de su generación", comienza a padecer, a mediados de los años noventa, los primeros síntomas de una enfermedad, síndrome de Alzheimer, que paulatinamente minará su capacidad artística, su dominio del lenguaje y, de modo no menos implacable, su equilibrio emocional y su vida afectiva. El relato procede de la reunión de dos libros escritos por su marido, el crítico literario John Bailey, Iris y sus amigos y Elegía para Iris. Richard Eyre, director de Iris, recuerdos imborrables, con trabajos anteriores en la escena londinense, acomete, con Charles Wood, una adaptación de estas memorias, y retiene únicamente los periodos de juventud de la autora, interpretada por Kate Winslet, y la difícil fase de enfermedad en sus últimos años (una Judi Dench notable). La división establecida --que muy poco o nada nos informa de la obra literaria de Murdoch, y de sus cuarenta y cincuenta años--, propicia un tratamiento harto esquemático y también las rutinas de un montaje que continuamente contrapone el periodo estival libertario de la protagonista, a sus años de vejez y de naufragio mental, a la pérdida progresiva de la retención mental y la memoria, a la experiencia límite que ella misma describe con lucidez irónica: "Siento que estoy navegando hacia la oscuridad".
Las dificultades para construir y organizar el recuento biográfico de una novelista contemporánea son enormes. ƑCómo evitar zozobrar en el sentimentalismo, o en la evocación edificante, estilo Reader's Digest, al hablar del Alzheimer y vincularlo con la sensibilidad artística? Felizmente el director evita esa y otras facilidades parecidas. La personalidad de dos actrices talentosas se impone sobre la trama endeble, sobre el relato y sus múltiples lagunas. Pero si muy poco conocía el espectador de la novelista inglesa, al término de la cinta su conocimiento no avanza mucho, excepto tal vez en el azaroso terreno de la excelencia de los sentimientos y de la calidad moral de los protagonistas. Un esposo abnegado que soporta con estoicismo los extravíos mentales de su mujer madura; una novelista joven que impone su autonomía, su perfil casi feminista, y su estudiada ambigüedad sexual, a sus amantes en turno, hombres y mujeres, numerosos, solícitos, subyugados siempre por su encanto y su talento de escritora. La cinta reserva un tratamiento interesante a su heroína, al tiempo que trivializa innecesariamente a su compañero de toda la vida, John Bailey, un hombre culto, colaborador de prestigiosos suplementos literarios, quien sólo acierta a ser en esta cinta el sumiso admirador cómplice de la autora de Bajo la red (1954) y El rojo y el verde (1965).
Lo que pese a todo confiere vigor a esta evocación biográfica, no es tanto la historia de amor que triunfa sobre una enfermedad implacable; ciertamente no ese amor que, en palabras de la autora, es la divinidad misma que permite prescindir de la existencia de Dios; sino el modo en que captura, mediante una actuación formidable, el limbo de un padecimiento incurable y progresivo. Iris Murdoch es aquí la mejor cronista de su propia desgracia, y su marido, un mero testigo dividido entre la fascinación y el terror, quien luego de la muerte de la autora refiere la anécdota melancólica. A través de Judi Dench el espectador asiste a una verdadera historia de horror, a la "jungla mental" inexorablemente talada, a un paisaje interior en devastación continua. Pocas escenas tan perturbadoras como aquella en la que la novelista se somete a exámenes básicos de reconocimiento de palabras y conceptos, mismos que reprueba, de una vez para siempre. Los diagnósticos neurológicos son aquí sentencias inapelables, y el médico un fiscal inconmovible: "La enfermedad ganará", afirma con la convicción de quien en ello apuesta su propio prestigio profesional. La película de Richard Eyre transmite con acierto la sensación de desasosiego y soledad interior que se apodera de la novelista a medida que verifica los estragos de la enfermedad incontrolable, pero es una lástima que el espectador no tenga ocasión aquí de apreciar la dimensión del talento literario en juego, y sí, en cambio, la calidad humana de una pareja avasalladoramente ejemplar. Hace poco más de veinte años en On golden pond (La laguna dorada), de Mark Rydell, Katharine Hepburn y Henry Fonda (en su última actuación), mostraban ya el tipo de complicidad afectiva que es tema central en Iris. Fonda, anciano memorable, acusaba un deterioro mental parecido. La experiencia de Eyre recicla esa misma lección de amor, pero deja un poco de lado el trabajo de la novelista, su maduración profesional, el impacto en sus lectores numerosos. Esta última posibilidad fílmica es desde ahora una asignatura pendiente.