Jenaro Villamil
Bush, el derrumbe y los escándalos
Todavía no se cumple el primer año de los
atentados contra las Torres Gemelas, que permitieron a George Bush remontar
las encuestas de popularidad, al pasar de un magro 51 por ciento de apoyo
en agosto a más de 90 por ciento en octubre de 2001, y ya hay signos
de un derrumbe político que no necesitó de aeropiratas ni
de fundamentalistas mediáticos.
El derrumbe se refiere a algo más dramático
para el estadunidense medio que creyó en el canto bélico
de la "guerra contra el terrorismo": el verdadero enemigo de Estados Unidos
está adentro y en el seno de una especie de cleptocracia de altos
vuelos cuyos fraudes financieros causaron el viernes la caída más
dramática de Wall Street desde 1998.
Los dos principales periódicos y consorcios televisivos
de Estados Unidos publicaron en estos días dos encuestas que revelan
el estado de desánimo y desconfianza en la nueva economía
y en el presidente, quien apenas el 10 de julio prometió encabezar
medidas más fuertes contra la corrupción corporativa en Estados
Unidos. Ambos sondeos le otorgan el nivel de popularidad más bajo
desde los atentados del 11 de septiembre (entre 70 y 72 por ciento). En
la encuesta de The New York Times/CBS dos de cada tres encuestados
están convencidos que Bush tiene mayor interés en defender
a las grandes compañías que a los ciudadanos; 48 por ciento
cree que la economía está peor, contra 42 por ciento que
opina que está mejor; 58 por ciento cree que las grandes empresas
tienen demasiada influencia sobre la administración republicana;
62 por ciento considera como muy graves los recientes escándalos
corporativos para la economía nacional. A su vez, la encuesta de
The Washington Post/ABC refleja que 54 por ciento de los estadunidenses
cree que las medidas de Bush contra el fraude empresarial "no son suficientemente
duras".
Paradójicamente, a pesar del aún alto nivel
de apoyo, 57 por ciento de los encuestados en ambos sondeos cree que su
presidente oculta algo o miente cuando se refiere a su gestión al
frente de la compañía petrolera Harken Energy. El escándalo,
por supuesto, apenas comienza. La información revela que en 1990,
Bush recibió información privilegiada sobre el estado financiero
de la compañía. Esto le permitió vender 212 mil 140
acciones que le reportaron una ganancia de 848 mil 560 dólares.
Dos meses después, Harken declaró que las pérdidas
en el segundo trimestre del año eran mucho mayores a las previstas,
ocasionando que se hundieran sus valores bursátiles.
El escándalo se conoció horas antes de que
Bush pronunciara sus propuestas para contrarrestar la corrupción
empresarial, en medio de los casos que llevaron a la quiebra al consorcio
energético Enron, a WorldCom, al gigante de telecomunicaciones Qwest
Communications International, al grupo farmacéutico Bristol-Myers
Squibb, al consorcio informático AOL-Time Warner, a Xerox, Andersen,
Adelphia, más las que se sumen en los próximos días.
En otras palabras, una serie de empresas de la llamada nueva economía
que se han derrumbado en las semanas recientes ante los indicios de megafraude
bursátil. Frente a este desafío, Bush sólo ha podido
pronunciar discursos inofensivos judicialmente y ha tratado de protegerse
de los indicios que lo involucran a él y a su vicepresidente, Dick
Cheney, en los casos de fraude.
El problema más severo para esta generación
de republicanos de la posguerra fría será tratar de
contrarrestar los indicios de corrupción, en vísperas de
las campañas legislativas, con discursos belicistas que alimentan
la deficitaria economía de guerra (los gastos militares ascenderán
a 400 mil millones de dólares en 2003) y con medidas que violentan
los derechos civiles básicos de millones de estadunidenses (confidencialidad,
libre tránsito, derecho a la salud, etcétera). La obsesión
represiva y militar no podrá sustentarse en medio de los escándalos
que apuntan hacia la Casa Blanca y que demuestran la doble vara con que
miden Bush y su equipo a las "amenazas terroristas", y la displicencia
con que enfrentan los escándalos de corrupción.
El profesor Julio Aramberri, de la Universidad de Filadelfia,
lo expresó así en un reciente artículo: "El apoyo
masivo a la intervención en Afganistán y a las medidas antiterroristas
que la acompañaron no significa necesariamente que la inmensa mayoría
de los americanos compartan todas las obsesiones represivas del gobierno.
Difícilmente podrá extenderse otro cheque en blanco ante
circunstancias que requieren más matices (...) como el recorte de
los derechos civiles por razones de las exigencias de seguridad".
En este terreno, el vocero de la organización internacional
Reporteros Sin Fronteras, Robert Menard, expresó su absoluto rechazo
a las medidas anunciadas por el secretario de Justicia, John Ashcroft,
y el director de la FBI, Robert Mueller, para tener nuevos poderes de espionaje
en la red informática y en las líneas telefónicas
bajo el pretexto de perseguir a personas relacionadas con actividades terroristas.
"Esto recuerda las horas sombrías del macartismo", subrayó
Menard.