Ambas partes conviven en "equilibrio" para no llegar a situaciones de ruptura
Irán, entre la elite religiosa conservadora y una clase política reformista deseosa del cambio
Teherán, consciente de que la desestabilización podría precipitar un ataque estadunidense
JUAN PABLO DUCH CORRESPONSAL
Moscu, 17 de julio. Justo una semana después de que los estudiantes desafiaron la prohibición de manifestarse en favor de mayores libertades, y cuando la población aún digiere el significado de la renuncia de uno de los clérigos más prestigiados, la normalidad impera en Irán.
Y la normalidad en la antigua Persia no es sino un permanente choque entre dos proyectos distintos de país, el que impone una elite religiosa conservadora y aferrada a sus privilegios, entre ellos el de revocar cualquier ley o decisión de gobierno que en su opinión contradiga los designios de Alá, y el que promueve una clase política reformista y deseosa de encabezar el cambio demandado por la mayoría abrumadora de la población: los jóvenes.
Este equilibrio que por conveniencia mutua no llega a ruptura, vigente desde que los conservadores perdieron las elecciones legislativas de 2000, en ocasiones adquiere mayor o menor grado de confrontación.
Se producen, de modo cíclico, severos cuestionamientos del régimen de los ayatolas, y éstos, que tienen en sus manos el Poder Judicial y el aparato represivo, ordenan como respuesta nuevas campañas de detenciones de políticos liberales, cierre de periódicos o castigos ejemplares, incluidos los azotes en público, por pretendidas faltas a la moral islámica.
El martes de la semana pasada, como todos los años, desde hace tres, los estudiantes tomaron la calle para conmemorar el aniversario de los disturbios en la Universidad de Teherán, cuando cientos de miles de jóvenes se rebelaron contra las restricciones a la libertad de expresión.
La víspera se denegó el permiso para celebrar una manifestación, que bajo el inofensivo lema de "Silencio, Resistencia, Redención", se pensaba realizar en homenaje de los seis estudiantes que murieron el 9 de julio de 1999 y en apoyo de los presos políticos, encarcelados a raíz de esos disturbios.
Esta vez, por fortuna, no hubo muertos. La manifestación de protesta acabó en intercambio de golpes entre los estudiantes y grupos de radicales islámicos, apoyados por las fuerzas de seguridad, y en el arresto de cerca de 200 jóvenes. Poco después, la situación pareció complicarse por la sorprendente renuncia del ayatola Jalaledín Taheri, imán de la ciudad de Isfahan, quien se mostró decepcionado con "el caos en el país" y se deslindó de la intolerante conducción de sus pares.
Los motivos de la renuncia
Los jerarcas religiosos prohibieron a los medios difundir el contenido de la carta de dimisión de Taheri, pero varios incumplieron el veto y al poco todo el país supo que surgió una nueva figura disidente de la talla del ayatola Alí Montazeri. Sucesor designado del imán Jomeini, el fundador del régimen de los ayatolas, el octogenario Montazeri cayó en desgracia y lleva 13 años bajo arresto domiciliario en la ciudad de Qom, uno de los lugares sagrados para los chiítas.
Hasta ahora, el insólito gesto de Taheri, también cercano compañero de lucha de Jomeini, lo cual es un golpe adicional a la legitimidad del establishment clerical, no ha derivado en una crisis mayor, como anticiparon los primeros reportes noticiosos desde Teherán.
Al parecer, de nueva cuenta, ni la jerarquía religiosa ni el gobierno apuestan por desestabilizar el país ante el riesgo de que ello precipite un ataque foráneo, en la agenda de sus preocupaciones compartidas desde que el presidente estadunidense, George W. Bush, incluyó a Irán en el llamado "eje del mal".
Aunque Estados Unidos, a juzgar por las frecuentes filtraciones interesadas, tiene como prioridad derrocar a Saddam Hussein y, de paso, poner bajo su control el petróleo de Irak, el segundo país en función de sus reservas probadas, Irán es consciente de que sigue estando en la mira de una eventual intervención militar.
A partir de su vecindad con Afganistán, y mientras éste continúe gobernado por un incondicional de las petroleras estadunidenses, Irán representa un doble atractivo para Estados Unidos. Por un lado, en caso de complicarse la realización del proyecto de gasoducto transafgano hacia Pakistán, Irán nunca ha dejado de ser considerado la ruta alternativa y más corta para sacar el gas natural de Asia central; y por el otro, a diferencia de Afganistán cuya importancia se limita a su calidad de corredor de tránsito, Irán posee ingentes riquezas de petróleo y gas.
Para cualquiera de estos supuestos, o incluso una rentable combinación de ambos, únicamente faltaría un detalle: instalar en Teherán un gobierno carente de voluntad y voz propias, dependiente por completo de la presencia de tropas extranjeras, como el afgano de Hamid Karzai.
Por ello, conservadores y reformistas iraníes dejan de lado sus serias diferencias cuando les hacen ver, en el espejo afgano, el futuro del país. Esto sucede cada vez que del otro lado del Atlántico se lanzan nuevas amenazas contra Irán.
La más reciente, causalmente en medio de la tensión provocada por los acontecimientos de la semana pasada en Teherán y las principales ciudades de Irán, provino de Zalmay Khalilzad, el representante personal del presidente Bush para Afganistán. Ante un selecto auditorio en la Johns Hopkins University, este instrumentador de las decisiones de Estados Unidos en Kabul y cabildero del gasoducto transafgano no encontró nada mejor que acusar a Irán de proteger en su territorio a miembros de la red terrorista de Al Qaeda.
La acusación, para el sensible público estadunidense, justifica cualquier exceso en aras de combatir el terrorismo internacional y revela que, para los grandes consorcios petroleros cuyos intereses sirve Khalilzad, la meta es provocar, tarde o temprano, un cambio de régimen en Irán.
Porque resulta un tanto extraño que Khalilzad trate de vender la idea de que existen nexos entre Teherán y Al Qaeda, el aparato militar del depuesto régimen talibán, su acérrimo enemigo. Los ayatolas, criticables por muchos de sus despropósitos, jamás han apoyado a la red de Osama Bin Laden, debido a que ésta ejerció de brazo armado de un régimen basado en el modelo wahabita de interpretación del Islam, lo cual en su momento significó el peor revés en los intentos iraníes de exportar el modelo chiíta, en primer término al vecino Afganistán.
Con un representante personal como Khalilzad, no es extraño que el presidente Bush tenga una visión confusa de la problemática de Asia central y desconozca la trayectoria de sus protagonistas.
Hace poco, por ejemplo, lamentó la pérdida de "un gran amigo de Estados Unidos", el vicepresidente afgano, Abdul Qadir. Quizá Bush no lo sepa, aunque debería saberlo, que al considerar inseguro Sudán como centro de operaciones, Bin Laden se estableció en Afganistán gracias a que el entonces gobernador de Nangarhar le brindó acogida junto con 180 de sus hombres más cercanos. Le cayó tan bien que hasta lo presentó con el mullah Omar, líder del talibán. Abdul Qadir gobernaba por esos años en Nangarhar. Luego la coyuntura lo volvió amigo de Estados Unidos y efímero vicepresidente.
Del mismo modo poco afortunado, al día siguiente de las acusaciones de Khalilzad, Bush criticó al gobierno de Irán, "insuficientemente democrático y abierto", y dijo que las protestas demuestran que la población iraní "anhela las mismas libertades, derechos humanos y oportunidades que la gente en todo el mundo".
Las palabras de Bush, más leña al fuego, merecieron una dura respuesta del presidente iraní, Mohammad Jatami: "Es normal que haya contradicciones políticas en un país que quiere democratizarse. Pero la administración de Estados Unidos no debe equivocarse: (en Irán) es unánime el rechazo a las acusaciones y amenazas estadunidenses".
Y advirtió: "Seguir una política que sólo conduce a desatar un conflicto bélico, puede revertirse para Estados Unidos en una trampa más compleja de lo que fue la guerra de Vietnam".