Qué gran ilusión causa en chicos y grandes encontrar mercaderías apetecibles a bajo precio. En los casos espectaculares, muy bajo. Las gangas de lo nuevo, producido a millones en algún sweat-shop de China meridional o Malasia. O las siempre caseras deidades de yeso pintado, Winnie Puh o la Venus de Milo, al alcance de cualquier bolsillo.
Gran gozo produce el hallar ropajes pasables a 3x1, calzoncillos o zapatos que dan el gatazo. No importa el tamaño del bolsillo, mientras lo haya, pues el deleite es igual para ricos y pobres. A quién no le gusta gastar unos pesos menos, sentir que timó al vendedor, que capturó un fragmento de las minas del rey Salomón.
Cada quien compra lo que puede, disculpen la obviedad. El rico adquirirá tal o cual sweat shop, a bajo precio, para capitalizarlo y sacarle el jugo posible a la población de algún distante país tropical de economía postrada y temperatura imposible de soportar. El pobre (digamos, por ejemplo, un trabajador promedio de sweat shop) adquirirá la baratija que un par suyo, al otro lado del océano, "manufacturó" con el mismo maquinal tesón que él emplea para lo que le semipagan por hacer en los valles de Puebla.
Y se sentirá feliz de caminar sobre esos tenis dizque Nike, o actuar con "su" abrelatas que se autodestruirá a la segunda vez, como el par de calcetines de moda que se desintegra de inmediato al ritmo de trabajo de sus pies inquilinos. Pero el regusto a victoria, a verdadero hallazgo que, por unas pocas lanas, permite a ese desposeído sentir que burló su destino, pues posee un vaso mágico, un Mickey Mouse que mueve las orejas si se le ponen pilas, a semejanza del rico que adquiere una cadenas más de supermercados.
En obediencia a la Teoría de la Necesidad de Agnes Heller, que ayuda a explicar fenómenos como las jineteras de La Habana, que por una pluma atómica o un rompevientos deportivo se llevan a la cama a cualquier intruso de su vereda tropical, lo barato se impone como el mayor premio que podía esperar un condenado de la Tierra, a quien no le correspondía ninguna recompensa (al menos no en el reino de este mundo). También esa absurda bonanza que salpican a su paso las compañías petroleras y el narcotráfico realmente existente.
El artesano maya, en ocasiones artista consumado, vende al precio más ridículo su más reciente vasija, o el fabuloso tapiz que tomó una semana tejer y bordar. El turista agraciado será entonces un individuo, por saberse poseedor "por nada" de un manto que sobre la chimenea presidirá la sala, y si ya no cabe, el comedor. Casi tan barato, decorativo y exótico como la cabeza de león del safari aquel (los leones, como todo lo silvestre, no tienen dueño, o si lo tienen, no está en condiciones sociopolíticas de reclamarlos).
La felicidad es esquiva, injusta, desagradecida. Bien se sabe que "lo barato sale caro". No serán júbilos iguales el del turista consumidor y el del artista estafado, y consumido.
Casos hay. Ya se ve lo barato que se ha puesto el café para los importadores, que obtienen grano regalado y venden al exigente consumidor europeo un aromático autentificado, que procede de la América o el Asia profundas. Los cultivadores de esos cafés, en su aldeas sienten a su vez la global felicidad de obtener, a mitad de precio, algo que "satisface necesidades subjetivas": una lata de cocacola, más una charola de regalo y cupones para la próxima.
Todo placer es por naturaleza fugaz. Y subjetivo. Seas rico o pobre, todos cargan su cruz, ya ven el pobre papa, con tanto oro y tanta piedra preciosa, ya no da para más, y quizás ya no sabe qué "necesita".
Pero nadie le quita a nadie lo bailado, el momento del encuentro con la mercancía que las escuelas de consumo (únicas compartidas hoy por la humanidad) enseñan que se revela la felicidad incomparable de obtener baratito. El nirvana en un "popper"; roce con lo sublime que ofrecen a manos llenas los mercados callejeros, a lo largo de la gráfica descendente de la economía informal. Son para los pobres el equivalente de los paraísos fiscales y ese inmenso e ilegal casino que son las bolsas de valores.
Créase que uno necesita más y más pistolas y bombas para lograr el bienestar, y cómprense, constrúyanse o distribúyanse, para así animar las economías de los ricos y los cementerios de los pobres. Cuánto media entre Washington y Mogadisco, entre Londres o Moscú y Kabul. Nada. Los tanques de fabricación soviética en las arenas de Afghanistán, los misiles estadunidenses o israelíes en África occidental. Bienestar para las familias. ¿Cuánto media entre el cuartel general de la OTAN y Bagdad? Éticamente, lo mismo que separa el agua de un mismo río entre Texas y nosotros, y van a dar al mismo mar que es el olvido.
Lo robado, por definición, es lo más barato del mundo. La adquisición de bienes parte de cero, y todo por encima es ganancia, sean autopartes, pasaportes, muchachas, maderas preciosas o mariposas de la selva tropical.
En un mundo donde una especie homínida, los banqueros, son suertudos-suertudos, resultan posibles las más inconcebibles paradojas de la propiedad legal. Allí está la nueva veta de satisfacción adquisitiva: la información genética de lo componentes naturales; la "gente de razón" rescata a precios de remate, ese "material" de manos de gentecilla ignorante que lo ha tenido entre manos sin sacar "verdadero provecho". A cambio, les ha sido concedido un pago con migajas turísticas y servicios médicos (que permiten esterilizar preventivamente a la gentecilla esa). A la larga, una inversión así representa un ahorro.
Digan si no: lo bien que funcionó la limpieza étnica
(más bien técnica) del Amazonas a finales del último
siglo. Mediante una inversión ridícula, si se compara con
los beneficios en el mercado. Quienes deciden la economía humanitaria
para lo aborigen-sin-futuro han decidido el camino a seguir. Llegados a
este punto pues, saltemos del asiento y echemos tres hurras a lo barato.
Una. Dos. Tres.
El Testerazo, Nayarit. Fotos: José Hernández-Claire