Margo Glantz
Cuerpo desnudo/cuerpo vestido
Parecería que nadie está contento con lo que Dios le ha dado. Dios que nos dio cuerpo y alma, Dios que hizo visible el cuerpo y el alma invisible y por ello mismo sometió al cuerpo, sobre todo el femenino, a la mirada. Y esa mirada es inconforme, exigente, severa y también volátil; una mirada que ordena, altera, clasifica pero también mutila. Una mirada cuya máxima definición sería la mutabilidad, para establecer así de entrada, como su signo, el de la contradicción vertiginosa, que se vuelve flagrante si uno tiene la suerte de ver en el mismo espacio y sucesivamente varias exposiciones cuyo tema es justamente el cuerpo desnudo o el cuerpo vestido según los designios de la moda, las transformaciones culturales o las infinitas mutaciones del deseo.
En la sala del Museo Metropolitan de Nueva York destinada a la historia del vestido se exhibe la muestra temporal Belleza extrema: un rápido paseo por la historia del cuerpo desnudo y vestido, desde la Venus de Willendorf (Ƒrobusta?, Ƒesteatopígica?, Ƒreproducción avant la lettre de una joven estadunidense que sólo come comida chatarra?) hasta las más recientes creaciones de Saint Laurent o Armani que cubren los huesos de las modelos anoréxicas cuyos delgados tobillos e inexistentes caderas enloquecen de amor a sus contemporáneos. No es sólo el cuerpo vestido el que sufre las alteraciones de los ciclos de la moda con sus constantes revoluciones de novedad y obsolescencia; no, ese constante cambio (esa volatilidad, esa voluble alternancia) altera de raíz la estructura misma del cuerpo, pues en el dócil molde del cuerpo humano cada sociedad impone su sello. Un ejemplo privilegiado: el pecho femenino, cuyas múltiples rencarnaciones e investiduras lo aprisionan, lo exaltan, lo aplanan, los encorsetan, lo dejan suelto, Ƒen total libertad?
Otra exposición reitera de manera más obvia la movilidad del cuerpo y del deseo: Surrealism, unbound desire -Ƒel deseo ilimitado? Ƒel infinito deseo? Ƒel desatado deseo?-, rápida travesía por el mundo de las vanguardias. Se exhiben cuadros, objetos y libros cuya posibilidad transgresora pudiera haberse agotado, porque ya son objetos consagrados por la crítica y el mercado, que no dejan sin embargo de producir cierto malestar, patente en la expresión de quienes contemplan las obras de arte allí exhibidas, como ese malestar que produce la cada vez más frecuente intrusión de la tecnología en el espacio privado, por ejemplo, en el auditivo.
Destacan varias pinturas, grabados y esculturas de Hans Bellmer, en general menos conocido que otros de los artistas del surrealismo (Magritte, Dalí, Ernst o el propio Duchamp, que mantiene su capacidad de asombro). Bellmer estuvo asociado con Bataille y produjo junto con André Masson los grabados que habrían de ilustrar precisamente la primera edición de su novela erótica Historia del ojo, en la cual, lo sabemos, es la jovencita, la protagonista, la que, llevada por su ilimitado deseo por emprender ''actos perversos" o ''cosas sucias" (incitada por su ''curiosidad malsana") ejecuta actos de voyeurismo y de masturbación mutua, actitud que mantiene en vilo a su joven amante y también al espectador que en ese momento contempla sus grabados en el Metropolitan, convertido a pesar suyo en voyeur, mirón multiplicado en un espacio cerrado donde cada una de las miradas se reflejan en las de los demás espectadores que se sorprenden mirándose de reojo, espiando quizá la reacción que les produce contemplar en público esas ''cosas sucias", esos ''actos malsanos": pues lo que antes se deseaba preservar en la intimidad se ha transformando en un acto público, abierto; un agigantado voyeurismo colectivo (cuyos paradigmas corruptos serían por ejemplo el Big brother y el talkshow), aunque, insisto, el acto de mirar sea en este caso sancionado, porque no en balde los objetos exhibidos están en un museo, especialmente en el Metropolitan (quizá uno de los recintos más famosos y más cotizados del mundo).
Como si se tratara de una extensión de la mirada -o la clausura del círculo vicioso- los ojos se detienen, especialmente fascinados, en una escultura de Bellmer que representa un cuerpo femenino construido casi exclusivamente de senos (también de sexos), ahora sí sueltos para asociarse y reproducirse quizá hasta el infinito, en su más extrema libertad, la del arte.