lunes 10 de junio de
2002 |
Tauromaquia El cordobés n Alcalino |
Para huir de la
tristísima participación mexicana en San Isidro (Eloy
echó un borrón final a su trayectoria en Las Ventas con
un toreo, según cronista madrileño, "de lo más
movido, destemplado y vulgar"; y El Zotoluco nada
más se dejó inédito al toro de la feria, un bravísimo
ejemplar de Adolfo Martín para el que se ordenó la
vuelta póstuma), ninguno de los temas actuales me parece
más oportuno y significativo que la despedida de Manuel
Benítez Pérez, mejor conocido como El Cordobés cuando,
en los años sesenta, alcanzó el pináculo de su
trayectoria, convertido en el diestro más discutido,
apasionante y taquillero del último tercio de la
fenecida centuria, y uno de los escasos mandones
absolutos que ha tenido el toreo a lo largo de su
historia. Su secreto. ¿Qué especiales atributos adobaban el tosco guiso cordobesista para hacer que los públicos de la época se disputaran a codazos el raro privilegio de degustarlo? Para el aficionado de toda la vida, El Cordobés aparecía como un invento publicitario de El Pipo, un avispado taurino, curtido en los entretelones de la posguerra, eterno surtidor de disparatados "fenómenos" para consumo de ferias pueblerinas, sabedor de que cada uno duraría lo que tardara en llegar un malhadado cornadón de caballo o la temida presentación en alguna plaza importante con el fracaso consiguiente y definitivo. Tal fue en parte el itinerario de Manuel Benítez, con la salvedad de que sobrevivió a cornadas casi mortales, y en 1960 llegaba al circuito de las plazas que cuentan en plan arrollador. Del toreo ignoraba casi todo, pero todo lo hacía con un llamativo desanfado que mucho impresionó a los públicos, seguramente porque era capaz de plantarse y aguantar de verdad entre multiplicados trapazos, sustos y volteretas. Y todo con un aire muy personal, que además sintonizaba perfectamente con el espíritu de la época, ese mismo temblor que muy pronto iba a sacudir al mundo a través de representantes tal señalados como los Beatles, o corrientes sociales como el jupismo, antes de estallar en las célebres algaradas que en 1968 sacudieron al planeta desde los puntos más distantes. Ese año, Benítez era ya la figura con más mando en el mundo del toro, a pesar de que la baraja reunía a algunas a artistas de tanta trascendencia como Ordóñez, El Viti, Puerta, Romero, y "Paco Camino era el mejor torero de la época del Cordobés", según gustaba repetir con sorna Manolo Chopera, apoderado de ambos. Cuarenta años después. En realidad, Manuel Benítez duró poco en el candelero, pues desde su retirada en 1971 -sospechosamente relacionada con el retorno reglamentarrio del cuatreño a los cosos españoles- ha toreado sólo esporádicamente, una vez saldada sin mayor gloria su única reaparición formal, que abarcó de 1979 a 81. Cuando el pasado 1 de junio le cortaba finalmente la coleta en el coso cordobés, habían transcurrido 39 años desde su alternativa allí mismo -aunque la plaza no es ya la antigua y legendaria de "Los Tejares"-, el 25 de mayo de 1963 y de manos de Antonio Bienvenida, diestro taurinamente opuesto al famoso melenudo. Los presentes pudieron dar fe de las limitadas posibilidades actuales de quien fue mandón absoluto de la fiesta, pues a diferencia de toreros seniles pero de solera tan añeja como Antoñete o Curro Romero, lo que pudo ofrecer el viejo Manuel Benítez era la caricatura de un toreo muy personal pero que nunca fue bello ni profundo, sin la quietud ni la frescura de los buenos tiempos. Para quien no haya experimentado su tremenda fuerza de entonces una completa decepción, ajena enteramente al dramatismo desbordante de las mejores faenas del mechudo, inevitablemente perfileras pero basadas en un juego de muñeca prodigioso y un enraízamiento de plantas que las dotaba de sobrecogedora intensidad. |