Hermann Bellinghausen
Masticados y domesticados
De lejos, la Misión parece una maqueta de yeso, cantera y tejas de barro. Sonrosada, asoma sobre los abetos y otros pinos que la rodean, a mitad de este pueblo suburbano para ricos. Hay gaviotas en el campanario. Ruidos eléctricos. Una banda de rock toca en el atrio sin inspiración alguna, logrando sonar "casi como" pero musicalmente extraviados, sin gracia, sin "tempo", en particular la trompeta, horrorosa. En la plaza de San Luis Obispou hay una fauna que no sé qué le veo raro.
No sé si es su aspecto de Hell Angels domesticados, hombres y mujeres casi en uniforme: camisetas y pantalones negros, botas militares, chamarras "cueras" con calcomanías guerreras. Fornidos y ya medio rucos, tatuados y todo. Sus Indian y Harley-Davison, rigurosamente negras, pastan en fila contra los setos, como en un western. Muy Easy Rider, juegan a parecer peligrosos. Podrían serlo. Sus camisetas negras, dicen con letras góticas: "Servidores de Jesús", "Propiedad de Jesús", "Orgulloso de ser americano" o "En Dios confiamos". Jubilados de toda gruesez, conservan el gesto. El "meeting" es familiar, así que a su "happy crowd" se suman niños, adolescentes y abuelitas (que imagino no llegaron en moto).
La ciudad costera y los jardines de la Misión huelen a flores y cielo abierto, pero como los motociclistas preparan montañas de hot-dogs y "barbecue" para regalar y hacer proselitismo, el aire de se inunda de salchichas carne asada. "Entrenado para salvar", proclama otra T-shirt de conjunto, en el torso de un grandulón de lente oscuro y la cabeza envuelta en un paliacate de calaveras sobre fondo negro.
La pandilla luce tan antigua que sus "gruesos" más bien parecen pagar una penitencia. Ángeles del Purgatorio más bien, predican, regalan folletos bíblicos y venden literatura pro-vida en el atrio de la turística Misión. Un cartel anuncia el volumen estelar, un opúsculo de Ronald Reagan, californiano egregio: "Contra el aborto y por la vida". En las mesas hay más obras de ese autor de ultraderecha y otros casi tan importantes.
En esta villa mediterránea del Pacífico sólo hay anglos. Como en los grandes malls que surcan el corazón de tinieblas de la Unión Americana, aquí no aceptan negros ni para meseros. Mexicanos sí, los necesarios; aunque de primer momento no se vean, alguien tiene que recoger la basura y lavar los platos en los restoranes.
Por eso es extraño que, de repente, la iglesia de la Misión escupa al atrio una boda, novios, damas, uno que otro esmoquing, mariachis. Sólo mexicanos, que momentáneamente rompen el apartheid perfecto del hombre blanco. Gente chaparra que lleva trajes y galas occidentales con lo que llamaremos porte campesino, igual que en las fiestas de pueblo allá en su tierra.
La Misión de San Luis Obispou fue una de los 21 conventos que el incansable Junípero de Serra y su tropa de franciscanos esparcieron de San Diego al valle de Napa, en la franja costera del Paraíso, California, hacia fines de los mil setecientos. Con tenacidad canonizable, hicieron edificar las misiones a las tribus chumash que fueron encontrando, y así cristianizarlas con algo de terapia laboral antes su final desaparición, que se consumó sin pena ni gloria durante aquella vaqueros que fue el siglo XIX en el Lejano Lejano Oeste. Hoy que el convento es museo, puede verse que de los indios no quedó gran cosa: unas piezas de barro, bordados tiesos por el paso del tiempo, y su versión grotesca en algunos grabados españoles.
Fundadas en 1772 por los santos frailes, la Misión y las aldea circundante eran tierra de nadie cuando el general John C. Frèmont y su Batallón California ocuparon el templo en 1846 y establecieron su cuartel general para hacer la guerra contra México, y fueron batiendo a los colonos mexicanos hasta adueñarse de todo lo que hay al norte de Tijuana, que no es poco.
En las afueras de San Luis Obispou hay un lugar. Oh sí. Cómo decir. Inenarrable. Al borde de la carretera Uno Cero Uno. Completamente rosa, kitsch hasta el delirio, un lugar. Madonna Inn, el hotel de la cantante pop que se-e-na-moró del lugar. De noche, iluminada con luz neón apastelada, Madonna Inn parece el castillo de Barbie. Son célebres su baño para caballeros, el Callejón de Chicle y el detalle de que cada habitación está ambientada de manera única y distinta. La más cotizada es la suite del Hombre de las Cavernas, pero hay otra inspirada en "Sunset Boulevard".
Para los caballeros resulta un tanto incómodo ir a mear, pues el baño correspondiente (donde el chorro súbito de una cascada saluda automáticamente la caída de pipí en la zanja mingitoria) se encuentra abierto para las señoras, que entran en manadas para ver y retratar de frente a los orinantes. Great! Animadas por la administación del hotel, tiran flashazos y video, se refocilan muertas de risa ante los chiviados individuos masculinos en acto de provocar cataratas con su chorrito.
Pero lo-que-ma-tó de plano a la Chica Material fue el Bibble Gum Alley, un paraje del inmueble donde todos pegan su chicle. Algo así como los árboles enchiclados en la calle Aguayo de Coyoacán, pero a lo bestia. El resultado es una espacio puntillista, apabullante, asqueroso, y por así decir digitalizado, pues han sido dedos los que depositaron miles de chicles rosa, blanco, verde, azul, color uva.
Lo bueno es que, con la Uno Cero Uno tan cerca, rápido agarra uno camino y busca respiro en la distancia.