Iván Ríos Gascón
Lectores infrecuentes
George Steiner meditó profundamente sobre el carácter
irreductible, creativo y totalizador de la lectura, en un espléndido
ensayo publicado en 1978, bajo el título El lector infrecuente.
En las breves páginas de un texto dedicado a los placeres literarios,
los rigores filológicos y el vértigo que entraña ese
ejercicio intelectualmente solitario, el escritor francés recientemente
distinguido con el doctorado honoris causa por la Universidad de
Salamanca condensó las claves necesarias para que un libro y un
lector comulguen en una especie de sesión espiritista, en la cual
el pensamiento es el fantasma que el autor y la obra han de invocar en
las inciertas oquedades de un cerebro que al concentrarse en la lectura
se vuelve el perfecto equivalente del libro que devora.
''En cada libro hay una apuesta contra el olvido, una
postura contra el silencio que sólo puede ganarse cuando el libro
vuelva a abrirse (aunque, en contraste con el hombre, el libro puede esperar
siglos el azar de la resurrección)", señala Steiner en uno
de sus párrafos, y después se ocupa en desmenuzar las características
de la lectura ideal, aquellas que hacen de esta actividad pasiva y silente
por naturaleza un quehacer dinámico, insumiso y ruidosamente reflexivo.
En pocas palabras, para George Steiner el lector infrecuente
es aquel que desde que abre un libro no sólo se lanza al vacío
del texto sin paracaídas, sino que en el viaje vertical por las
páginas que lee comienza a debatir, dudar, increpar, negar, apostillar,
servir o rivalizar con las ideas que lo mismo pueden enriquecer, estrechar
o devastar su universo cognitivo: el lector infrecuente no es un prosélito
incondicional de la imaginación o el pensamiento ajenos, sino el
discípulo o el juez del contenido intelectual de una obra que, al
fin y al cabo, es como su doble o su gemelo síquico.
Entonces, si leer no significa únicamente la habilidad
para decodificar un mensaje escrito, y ser lector tampoco significa repasar
de principio a fin una determinada cantidad de textos en un cierto periodo,
¿qué se fomenta, se concibe y compromete en aras de que la
lectura no sea un anodino pasatiempo, y se transforme en una disciplina
sustentada por la alquimia de la inteligencia?
Para ser un buen lector, sugiere George Steiner, es perentorio
que entre el libro y el adepto se establezca un sólido vínculo
mental, espiritual y emocional, que regule los espacios en blanco entre
la realidad y la ficción. Es una reciprocidad, pero también
una responsabilidad, porque en el sinuoso e infinito camino del lenguaje
existe una región donde el pensamiento, el mundo real y la experiencia
hacen contacto, y es ahí, precisamente, donde el lector revoca los
lastres de la moral y la razón, para renovarse en la cualidad proteica
de su sensibilidad y su intelecto.
El desastroso nivel de lectura de nuestro país,
junto con la crisis de una industria editorial socavada, en primer lugar,
por el desinterés colectivo por los libros, y en segundo, por el
empeño cada vez más oneroso en la producción, promoción
y venta de literatura chatarra, pone de manifiesto que la realidad nacional
requiere algo más de lo que, al parecer, será el Programa
Nacional Hacia un País de Lectores.
Ofertar al libro (así, en cursivas, sin
hacer distingo de la diversidad de géneros o autores que caben en
un solo término) como alternativa al ocio, mediante dudosos líderes
de opinión (una actriz, un comediante y un futbolista) que nada
tienen que ver con la creación ni con la tarea cultural o editorial,
no sólo es políticamente incorrecto, sino francamente desdeñoso
hacia los genuinos protagonistas de una batalla desigual: primero, porque
la política económica vigente ha mostrado una aparatosa insensibilidad
hacia el trabajo intelectual y el propio libro, imponiéndole un
gravamen de artículo de lujo, y segundo, porque como han señalado
Steiner, Calvino, Sartori o Gubern, hace tiempo que el libro comenzó
a perder espacios ante la desmesurada influencia mediática sobre
las masas, al grado de que un gran porcentaje de la población mundial
ha perdido por completo la noción del pensamiento abstracto.
Por otro lado, crear más bibliotecas públicas,
llenarlas de volúmenes cuyo destino quizá sean el polvo o
la lenta corrosión en repisas y anaqueles, y dotarlas con equipo
de cómputo y acceso a la Internet, gracias a la dudosa y temible
filantropía de Bill Gates y Microsoft, de ninguna manera
representan un paliativo para forjar lectores cabales (y mucho menos infrecuentes),
porque si un proyecto es un paliativo para forjar lectores cabales (mucho
menos infrecuentes), porque si un proyecto de semejante envergadura se
impone como meta la simple promoción, y no el estímulo y
la profunda concientización social de la lectura como valor fundamental
para el desarrollo educativo, cultural y democrático social de la
nación, lo más probable es que el único logro concreto
sea el de la formación de un ingente batallón de analfabetas
funcionales. Y para eso no es necesario erogar recursos, sólo hay
que dejar al pueblo como está, en manos del ineluctable leviatán
mediático.
''La relación entre el verdadero lector y el libro
es creativa", señaló Steiner en su memorable ensayo, pero
lo cierto es que hasta ahora, no hemos podido comprender, siquiera, que
los libros son como anticuerpos que contrarrestan la peste de la ignorancia,
la insensibilidad y el tedio; que un libro es el único elemento
que nos puede devolver la porción de humanidad que, dijo Borgues
(perdón, Borges), se pierde en ese vértigo sin fondo que
es el tiempo.