Ugo Pipitone
Bulbos de tulipán
El problema, para decirlo rápidamente, es que aún
no disponemos de anclas globales que contengan los vuelos pindáricos
de la especulación financiera internacional. De acuerdo, bancos,
fondos de pensiones y otros canalizan ahorros alrededor del mundo, adquieren
bonos de gobiernos, etcétera. Pero, en ocasiones, y con mayor intensidad
en la última década, los mercados financieros, no obstante
sus ínfulas de seriedad y cautela, son recorridos por fiebres especulativas
que, a veces, terminan en desastres económicos con una larga cola
en los países objeto de amores y desamores tan súbitos e
intensos.
Estoy lejos de la idea de que los mercados financieros
deban reducir la amplitud de sus operaciones. A paridad de condiciones,
cuanto más dinero riegue ese cuerpo en proceso de globalización
que somos, mejor. Pero se trata de evitar que la fantasía desbocada
de algunos -que miran al mundo en términos de pesos y centavos-
tenga consecuencias colectivas desproporcionadas. Se trata de evitar formas
más modernas del ya moderno disparate de hace cuatro siglos alrededor
de los bulbos de tulipán holandeses. La avidez ilimitada produjo
entonces miles de familias arruinadas. Hoy, y ahí está el
detalle, diría nuestro clásico, ha cambiado la escala. En
la ola de la globalización se magnifican consecuencias negativas
que pueden retardar por muchos años el camino hacia alguna forma
de desarrollo de parte de decenas (o más) de millones de personas.
Y sin embargo, en alguna medida tiene razón David
DeRosa cuando sostiene: "Las crisis financieras no son criaturas nómadas
con la capacidad de instalarse en cualquier dirección. Por el contrario,
la crisis nunca llega sin invitación de parte de los responsables
de la política económica de algún país. Los
desastres se hacen en casa". O sea, la comunidad financiera internacional
se limita a registrarlos agudizando, de paso, sus síntomas. Para
él, gran parte del problema está en los tipos de cambio fijos
desde la crisis de la libra en 1992 (que enriqueció a Soros) hasta
la mexicana en 1994-5 y la asiática en 1997.
DeRosa, prestigiado profesor de Yale y asesor de negocios,
seguramente sabe de lo que habla. Y sin embargo, concluye su libro (In
defense of free capital markets, o En defensa de los mercados libres
de capital, Princeton 2001) con un alegato sobre la capacidad de autorregulación
de los mercados financieros, su sabiduría y contrapesos incorporados.
Y se le olvida el detalle arriba mencionado: el cambio de escala. Ahora
ya no sólo pierden parte de su patrimonio algunos inversionistas
audaces (o delirantes), sino que enteros países pueden retroceder
en sus niveles de vidas a consecuencia de súbitos desamores financieros
globales.
Pero, se dice, ya no estamos en los tiempos de los bulbos
de tulipán: han pasado casi 370 años. Hoy existen reglas,
empresas calificadoras, organismos públicos encargados de vigilar
la salud de las instituciones financieras. Lo cual es seguramente cierto.
Pero, entonces, ¿por qué no hubo alertas institucionales
frente a los desastres bancarios francés o mexicano, o ante los
escándalos estadunidenses de los Save and Loans en los 80 o de Salomon
Brothers y LTCM en los 90? Para no hablar de Enron y demás muestras
de que los sistemas públicos (y privados) de vigilancia sobre empresas
que concentran gran parte del ahorro público, son coladeras vergonzosas
en distintas partes del mundo.
Una falta de eficacia administrativa o de leyes que produjo,
y sigue produciendo, consecuencias tanto más extendidas cuanto más
extendidas globalmente sean las redes de apalancamiento, de cobertura,
etcétera. Decir que la escala ha cambiado equivale a decir que necesitamos
algún mecanismo fiscal para poner algo de peso a las alas de movimientos
de capital internacional que producen, en ocasiones, desastres financieros
con alto potencial de propagación global. ¿Tiene sentido
que intentemos regular las emisiones globales de nuestros desechos tóxicos
y no intentemos hacer lo mismo con los subproductos indeseables de la libertad
de los mercados de capital? No se trata de matar la gallina de los huevos
de oro, sino de poner algún peso sobre las alas de Icaro, para evitar
que se acerque demasiado al sol y caiga sobre la cabeza de algún
desprevenido paseante.