Hermann Bellinghausen
Partidos en el jardín
Ese deleite de la patada bien dada, no con fuerza (aunque
tampoco sin ella), sino con maña. Llámesele toque, chanfle,
efecto, o sencillamente gracia. Emanuel lo conoció bien pronto y
se le hizo vicio practicarlo, chutar, driblar, cruzar y rematar. Quiero
decir, desde bien chavito. Lo conoció en la calle (todo lo importante
en la vida lo descubrió en la calle), mas lo practicó al
principio casi siempre a solas, en el jardín de su casa pues la
calle, qué ironía, por dictamen familiar le estaba vedada.
Pobrecitos los dictámenes. El pato lo pagaron los vidrios de las
ventanas y, fácil, la mitad de las plantas del jardín. Los
muros, los árboles, los túmulos, los escalones y en general
cualquier obstáculo eran un jugador potencial, de su equipo o del
contrario. Vidrio roto igual a penal, con tal frecuencia que acabó
haciendo migas con el vidriero y robándole el mastique, de un azul
que le gustaba para moldear pelotitas que su dedo medio chutaba durísimo
en la clase de Civismo. Desarrolló tal capacidad de soliloquio futbolero
que era capaz de ser dos equipos, veintidós monitos al mismo tiempo,
mientras él era permanecía el mismo, y se autodenominó
El Críguer por pura puntada. Ese era su nombre secreto.
Entrar
a la primaria lo salvó de la locura, pues a partir de segundo tuvo
acceso a canchas, equipos y árbitros de verdad, y mucho más
terreno. Eso: más cancha. Conoció la experiencia de ser uno
de once, primero con dolor; ya luego como se debe. Al pasar de primero,
le tocó Segundo Dos, el salón de los picuditos (a los ocho
cualquier hijo de papá riquillo se cree picudo), que se movían
juntos, como una mafia congénita. Ellos fueron su primer equipo.
Por motivos que siempre se le escaparon, los picuditos le agarraron odio
desde el principio, dentro y fuera de la cancha, los pasillos y la clase,
en un asunto que terminó en artera pamba loca nomás por divertirse,
porque Segundo Dos había ganado el campeonato, porque algo de Emanuel
les resultaba intolerable. Tan obvio era el odio que la propia escuela
lo cambió de grupo al pasar a tercero.
Los picuditos permanecieron juntos en Tercero Dos (así
seguirían hasta Sexto Dos), cargados de apellidos, palcos por venir
en el Estadio Azteca, vacaciones en Acapulco y Houston y toda esa mierda.
Emanuel cayó en un Tercero Tres clasemediero, gris, sin apellidos
que significaran algo más que "persona". Estaban López, Castillo,
y varios. Espitia, Rocaño. Y Cárdenas, de pelo chino, que
llegaba él solito en un Sonora-Peñón que tomaba en
su colonia, la Roma, y así se iba de regreso. En la media cancha,
bueno como él solo, este Cárdenas. Los de Tercero Tres con
trabajos armaron el equipo; aunque en el salón eran como cincuenta,
faltaron dos para completar la reserva.
Empezaron el torneo contra Tercero Dos precisamente, y
aunque a la postre los picuditos ganaron 3-2, por primera vez Emanuel los
vio espantados un rato, mientras perdían 2-1; él les había
metido el segundo gol. Ya entonces era chiquito, y frágil pese al
brinco que había aprendido para eludir patadas a la mala. Le dieron
duro en los tobillos, y tuvo que traerlos vendados un par de días
(algo que a los nueve años es muy elegante). Su posición
fue ala izquierda desde entonces. O extremo izquierdo, en lenguaje más
correcto. Lo nombraron capitán y toda la cosa; en realidad, nadie
más aceptó el cargo. El torneo habría de durar todo
el año. Tercero Tres se las arregló para ganar generalmente.
En la segunda vuelta, en buen partido, con cuatro trallazos se sonaron
4-1 a Tercero Dos, y esa vez Emanuel ni les vio la cara a los picuditos;
sólo les vio los pies en el polvo.
Si
alguna vez, fue en aquellos tiempos que tuvo revelaciones futbolísticas.
En un partido por televisión, que era y sólo era blanco y
negro, vio al Santos contra el Botafogo en el Maracaná, y vio a
Garrincha y a Pelé jugar de contrarios. Luego los vio juntos ganarle
a una selección mexicana hecha de Chivas en el Mundial de Chile
y los vio al final alcanzar la gloria. Sin embargo, de entonces data su
imposibilidad de irle a Brasil en un torneo, pues era el equipo de los
picuditos, se lo habían apropiado a gritos.
El atormentado, y grácilmente torcido Garrincha,
ese Beethoven para Nelson Arantes do Nascimento Mozart, le cambió
la noción del espacio, y del futbol mismo: todo él imperfección,
creaba con una eficacia que en memorable soneto Vinicius de Moraes llamaría
angélica. Lejos de curarse del vicio solitario de fantasear partidos
en el jardín, siguió en eso más que nunca, compuso
torneos e inventó con nombres las alineaciones de cada equipo; unos
los inventó, otros los tomó de las escuadras de la Primera
División. Que si las Chivas, el Oro, el Atlante, el León,
el Zacatepec. Vio al Necaxa ganarle al Santos de Sao Paulo con todo y Pelé,
en una de las primeras epopeyas no inventadas de su vida, pero ni así
se volvió necaxista.
Quién sabe qué tanto soñaba en las
noches, que tuvieron que mover su cama, hasta entonces pegada a la pared,
porque la pateaba dormido y seguido salía en camilla de sus propios
sueños. La escuela le valía gorro. Él iba por los
partidos. A diferencia de otros niños, nunca se sintió DiStefano,
Jamaicón Villegas o Tubo Gómez. Cualquier alter ego que se
presentara le salía de dentro. Sí, un rasgo bastante autista.
Y el nombre secreto.
Llegó la final, y oh Manes, Oh Lares, Oh Musas,
fue contra un herido Tercero Dos electrizado por las vitaminas que inyecta
la sed de venganza. El plebeyo Tercero Tres venía de racha, sin
patrocinio alguno ni simpatías institucionales. Para entrenar en
recreo necesitaban suplicar que les prestaran un balón en la prefectura.
Les faltaban "influencias" (un término muy de la época).
Emanuel iba a una escuelota. Nomás terceros, eran
diez, en una primaria de más de dos mil niños simultáneos.
A pesar de la masificación escolar, la final de terceros creó
expectación y se hizo famosa, en parte porque los picuditos la cacarearon
más de la cuenta. La cosa es que a la hora del juego la cancha estaba
rodeada por una masa de hambrientos, dispuestos a presenciar la carnicería
de Tercero Tres.
No
sólo en las novelas y las películas las epopeyas son perfectas.
Nunca once fueron tan once. Nunca se sintió Emanuel más contento
de estar vivo y viviéndolo. El primer tiempo terminó uno
a uno y los rivales jugando bien cochino, con la absoluta anuencia del
árbitro. Pero a los cinco minutos del segundo tiempo los picuditos
ya se había desesperado. Y comenzó el baile. Si no pasaron
del 5-1 fue porque parte del público estuvo siscando y chingando
los últimos veinte minutos con ligazos de cáscara de naranja
en las piernas. Siempre es peligroso derrotar al favorito.
Contra lo que determina la liturgia del cuatro-dos-cuatro,
los goles de Tercero Tres los metieron los mediocampistas y los delanteros
dieron los pases. Emanuel no anotó, pero mandó el centro
de tres goles; dos, a la cabeza del Chino Cárdenas, quien además
quedó campeón goleador.
Para los fines de esta historia, no importa qué
ocurrió en el vasto luego. Emanuel sólo recordaría
que de un de repente, los de Tercero Tres supieron que iban a ganar. Que
los once traían la misma música por dentro. Hasta miedo les
dio. Y ya ven.