Caída y fuga de Quetzalcóatl Ningunos otros versos de la flor y el canto nahuas son tan tristes y dolorosos como esos dos del cantor tlatelolca que resumen la ruina y la pérdida de una civilización, de una religión, de una forma de gobierno, en fin, de un pueblo.
Como es fama, como han repetido los estudiosos a lo largo de los años, desde su llegada a la altiplanicie, o mejor aún, a las orillas de la gran laguna hacia el siglo xiii, el pueblo mexica buscó legitimarse como pueblo nahua, y la manera de hacerlo fue apropiarse de la tradición tolteca, es decir, los mexicas no negaban su pasado nómada y guerrero, pero querían hacer suya la herencia rica y múltiple de la Toltecayótl para pensarse o saberse un pueblo civilizado. Desde su arribo a la altiplanicie, desde su estancia primitiva en Tizapan y luego en el islote de México-Tenochtitlan, por cosa de seis "atados de años", los mexicas pagaron tributo a los colhuacanos y después a los tepanecas de Azcapozalco. Hacia 1428, bajo la tiranía breve pero atroz de Maztla, señor de Azcapozalco, hijo de Tezozómoc, la situación se volvió insostenible. Los grandes señores de México-Tenochtitlan (Izcóatl) y de Tezcoco (Nezahualcóyotl) se alían entonces y en una guerra de acciones fulgurantes vencen a los tepanecas. Es fama o leyenda que quien arrancó el corazón de Maztla sobre la pirámide fue el propio Nezahualcóyotl: vengaba de esa manera la ejecución de su padre cuando él era niño y la persecución feroz de que él mismo fue objeto, y la cual lamentó en uno de sus cantos. Desde ese 1428 hasta 1521, militar y artísticamente, se desarrollaría el siglo de oro de los pueblos mexica y tezcocano. Una apreciable muestra del esplendor mexica aún puede verse en un buen número de creaciones extraordinarias que se exhiben en el Museo de Antropología y en el Museo del Templo Mayor. Se supone que cuando los mexicanos antiguos comenzaron su guerra de expansión, una de las iniciativas (la idea acaso es de Tlacaélel) consistió en rehacer su historia, la cual no pasaba hasta entonces de una vida oscura y de una sobrevivencia apenas precaria. Se inventaron un gran ayer queriendo ser alguien en el ahora. En esa engañosa reconstrucción los mexicas modificaron la pintura de los libros y las tradiciones orales y se apropiaron de la mitología y de la historia de los pueblos nahuas que tenían un legado tolteca. Entre esas tradiciones que se apropiaron probablemente se contaban los poemas de las edades o soles, de la creación del mundo, del descenso de Quetzalcóatl al país de los muertos para robar los huesos con los que crearía al hombre, de la entrega del maíz por parte de Quetzalcóatl a los hombres y la caída y fuga dramáticas de Quetzalcóatl, que recrea ahora en este bello libro Miguel León-Portilla.
En el poema teatral o en su teatro poético de ideas León-Portilla deja muy bien un puñado de preguntas donde no se excluyen las ambigüedades: ¿Quetzalcóatl fue un dios o un sacerdote? ¿Los dioses existen en el tiempo? ¿Existen siquiera los dioses? ¿Por qué Quetzalcóatl prefirió la eternidad al ahora? ¿La gran Tollan existió alguna vez o es un sueño figurado? ¿Y cuál era la gran Tollan? ¿Tula, como han dicho algunos, ciudad que no muestra ningún vestigio de una supuesta grandeza antigua? ¿O Teotihuacan, como han querido ver algunos otros y otras? ¿O fue una ciudad maravillosa que se ha perdido en la niebla de los años y los días pero perdura como las imágenes de un cuento fantástico? Hayan existido o no, haya embellecido el mito las dimensiones del hombre y de la gran Tollan, lo cierto es que la idea emblemática de un Quetzalcóatl creador del hombre, dador del maíz, magno civilizador y principal protector de las artes y la cultura es una imagen que perduró a través de los múltiples atados de años en los pueblos de Mesoamérica. Creyentes del tiempo cíclico, los mexicanos antiguos dejaron en sus libros pintados y en sus tradiciones orales no sólo la idea del regreso de Quetzalcóatl, sino de numerosos regresos. No es otra la idea final que deja el conocimiento del mito y la lectura del final de este libro. Esa idea del regreso toca los dos extremos de las civilizaciones del altiplano, y más concretamente, la mexica: está en las lecciones del mito y en la destrucción de México-Tenochtitlan. Una de las causas que se han repetido sobre la caída del imperio mexica fue la creencia en la idea del regreso. La caída y la fuga de Quetzalcóatl, ocurrida en un pasado mítico, volvía a repetirse el 12 y el 13 de agosto de 1521 con la caída y la desbandada de los mexicas. Ningunos otros versos de la flor y el canto nahuas son tan tristes y dolorosos como esos dos del cantor tlatelolca que resumen la ruina y la pérdida de una civilización, de una religión, de una forma de gobierno, en fin, de un pueblo: "¡Llorad, hermanos míos! Tened entendido que con estos hechos/ hemos perdido a la nación mexicana!" No menos importante en el poema antiguo y en la pieza teatral en verso de León-Portilla es la idea de la lucha del bien y el mal, de la noche terrible y la estrella de la mañana y del atardecer, en la que el bien es vencido. No hay en eso otra cosa que la lucha desde los orígenes de los Tezcatlipocas con Quetzalcóatl. El medio para hacerlo caer es engañarlo: los hechiceros enviados por Tezcatlipoca hacen que Quetzalcóatl se embriague y cometa incesto con su hermana para que transgreda las leyes que él mismo creó. En la caída, Quetzalcóatl, sin ánimo ni voluntad, se da cuenta de que es sólo humo o una sombra fugaz en la región del brevísimo instante. Y se va. Y se aleja hacia la tierra del color rojo para irse a un nuevo tiempo donde quizá al fin descifre "un bosque de adivinanzas".
Pero aun en esta pieza inicial, escrita hace cincuenta años, encontramos momentos poéticos de gran belleza. Permítaseme citar al menos dos. Éste, donde un vencido Quetzalcóatl lamenta la pérdida de la ciudad que embelleció y engrandeció: ¡Tula, centella momentánea,
¿O es que la explicación está más allá,A magníficos arqueólogos e historiadores les debemos haber recobrado la belleza de la historia y las creaciones de los pueblos de lo que hoy es México. Nuestra historia antigua sería un pozo de oscuridad sin los libros de, entre otros, Eduard Seler, Alfonso Caso, Laurette Sejourné, Jacques Soustelle, Walter Krickeberg, John Eric Sidney Thompson, Sylvanus G. Morley, Román Piña Chan, Ángel María Garibay, José Luis Martínez y Eduardo Matos. Un sitio solar en este cielo lo ocupa Miguel León-Portilla, un hombre que tuvo "endiosado el corazón", y quien durante cincuenta años no ha dejado de dialogar con los antiguos forjadores de cantos para que también dialoguemos con ellos y para que no se nos olvide enorgullecernos de la herencia prodigiosa y múltiple de la Toltecayótl. |