MAR DE HISTORIAS
El silencio de Gabriel
CRISTINA PACHECO
Sebastián levantó el cuaderno y habló, como si no se diera cuenta de que Zita lloraba. Su fingida ternura traslucía un ensañamiento nutrido en rencores antiguos:
-Mi amor: te felicito. Una vez más lograste lo que querías: saber por qué se suicidó Gabriel. Te pasaste una semana destrozándote la garganta para culparme sólo a mí. Ya ves: tu sacrificio fue inútil. Créeme que lo siento. Ahora nos encontramos en un callejón sin salida. Al fondo, en la pared contra la que nos estrellaremos por el resto de nuestras vidas, están las pruebas de que los dos acabamos con nuestro hijo. Tendremos que cargar a partes iguales con esa muertecita-. Sebastián giró hacia mí y me sorprendió con su pregunta: -ƑNo cree que sea lo justo, maestra?
El tono irónico de Sebastián me aterrorizó. Zita dijo algo que no comprendí y se levantó. Para tranquilizarla, le acaricié la mano. Dócil, volvió a la silla de tule, baja y de respaldo muy alto. Era el único mueble infantil en toda la casa. Sospeché que quizás hubiera sido el refugio predilecto de Gabriel cuando escuchaba a Zita o a Sebastián decidir por él, pensar por él, restarle importancia a sus tragedias infantiles hasta convertirlas en un capricho, en algo incómodo que ellos no merecían.
A cada rato me dicen que me lo han dado todo, que no puedo quejarme, que hay en el mundo millones de niños que no comen, no tienen dónde dormir y jamás han ido ni irán a la escuela. Envidio a esos niños: pueden gritar sin que nadie les meta un dulce en la boca, pueden elegir la calle por dónde irse y perderse si les da la gana. Es una de las cosas que no me permiten decir. Según mamá, se oye feo; papá me recuerda que no me están educando "para eso" sino para que sea el mejor. A mí sólo me da la gana ser yo.
II
Sentada en la silla de tule, Zita era el retrato amplificado de Gabriel. Habría querido comentárselo. No lo hice porque dadas las circunstancias la semejanza resultaba como una sombra que no iba a ninguna parte. No anunciaba futuro alguno porque jamás habría hijos de Gabriel que, dentro de veinte o treinta años, se asomaran alternativamente a un espejo y a un retrato para decir: "Papá: es cierto que me parezco a ti y a la abuela". Sebastián y Zita tampoco podrían recuperar en el rostro de Gabriel sus facciones juveniles, las que tenían antes de casarse y antes de que su hijo naciera con el gravoso destino que ellos le eligieron: redimirlos siendo el mejor.
Imaginé lo terrible que sería, para Zita y Sebastián, el momento en que encontraran el primer álbum de fotos donde consignaron las sucesivas hazañas de Gabriel: "Dijo mamá", "Hizo un solito", "En su triciclo, para la fiesta de la Primavera", "Vestido de vaquero para ir con papá a Chapultepec".
De seguro conservaban también los cuadernos del niño. Pensé qué sentiría yo, si me dieran la oportunidad de hojearlos, al ver los tachones rojos con que había censurado ejercicios de redacción deficientes o tareas inconclusas. Acaso también hallaría mis invitaciones a Zita y a Sebastián para reunirnos "con objeto de que analicemos los motivos que impiden el mejor desempeño de Gabriel, quien, por otra parte, es un niño encantador y muy dulce". La última vez que Zita y Sebastián se reunieron conmigo en la escuela prometieron vigilar más de cerca a su niño. Les dije que bastaría darle oportunidad de manifestarse espontáneamente: "Así sabremos qué pasa por su cabecita".
Sebastián me miró con severidad: "ƑCree que no lo sabemos? Todo mi tiempo libre lo paso hablándole". Me aventuré a preguntar: "ƑY Gabriel habla?" Zita intervino: "Mucho, de las tonterías que hablan los niños". Ninguno de los dos pudo responderme cuando les pregunté si Gabriel tenía algún proyecto para el futuro; en cambio, me explicaron lo que planteaban para su hijo: "Una carrera técnica, allí está la clave para los tiempos que vienen". Sebastián asumió su papel: "Estamos pensando que estudie chino o japonés, porque esas gentes se van a adueñar del mundo y más vale que nuestro Gaby esté preparado". "ƑPara qué?" Los dos respondieron al mismo tiempo: "Para que sea mejor que nosotros".
Cuando terminamos la conversación salí en busca de Gabriel. Esperaba sentado en una banca del pasillo. Zita corrió a abrazarlo, como si llevara mucho tiempo sin verlo. Sebastián le revolvió el cabello: "Campeón: no hay nada de qué preocuparse; pero eso sí, tendremos que echarle muchas ganas y estar más juntos". Gabriel me fulminó.
Quise demostrarle que estaba de su lado y le pedí: "Dile a tus padres qué piensas ser de grande". Contestó de inmediato: "Vagabundo". Solté una carcajada. Zita sonrió a fuerzas. Sebastián me llamó aparte: "Le agradecería mucho que viera con quién se junta Gabriel". Adiviné el motivo de su preocupación: "No haga caso. Son ocurrencias de niño". Sebastián me respondió: "No quiero que mi hijo tenga esas ideas, ni por juego. Nos estamos sacrificando mucho para que él lleve otra vida". Luego repitió lo que él y su mujer habían dicho antes: "El debe ser mejor que nosotros". Me arrepiento de no haberle dicho lo que pensé: "Quizá Gabriel ahora nada más quiera ser como ustedes. Lo otro, convertirse en alguien mejor, puede hacerlo sentirse perdido, solo ante el enorme esfuerzo que ustedes le exigen".
III
Dejé pasar unos días antes de hablar otra vez a solas con Gabriel para informarle acerca de mi conversación con Zita y Sebastián. Me escuchó cabizbajo y empezó a morderse las uñas cuando le recordé que lo que hacían sus padres era prueba de su devoción por él: "Pero no sé por qué te lo digo. Lo sabes y lo sientes. ƑO no". Gabriel levantó los hombros y se volvió hacia la ventana.
"ƑQué miras?" Apenas despegó los labios: "Nada". Me acerqué y vi el patio vacío. Era hora de clase. Los niños estaban en sus aulas. El resto de mis alumnos había ido al auditorio para ensayar un coro.
El silencio de Gabriel me cohibía y busqué un tema de conversación: "Cuando seas grande te acordarás de este patio y a lo mejor hasta vienes a verlo y de paso a visitarme. ƑSabes? Pienso seguir dando clases aquí". Gabriel negó con la cabeza. Me senté a su lado: "ƑQué quieres decirme?" "Que no voy a ser grande. No quiero". Vi la oportunidad de hablar más a fondo con Gabriel: "Es algo que no depende de ti. Les sucede a todas las personas. Fui niña, como tú, y ahora..." Comprendí que Gabriel no me escuchaba.
Fue la última vez que lo vi. El lunes no llegó a la escuela. El martes logré comunicarme con Zita. Me costó trabajo entender que acababan de enterrar a su hijo: "El hizo algo espantoso y no sabemos por qué, si lo tenía todo". No era hora de investigar más. Le di el pésame y pregunté si quería que le llevara los útiles que Gabriel había dejado en el pupitre. "Sí, se lo agradeceré". Le envié mis condolencias a su marido. Zita gimió: "El pobre... Tantos esfuerzos, tantas ilusiones, špara nada! Gaby acabó con su vida y no sabemos por qué. A usted, Ƒle dijo algo?"
Decidí mantenerme fiel a la promesa reiterada a Gabriel las veces que hablamos. No era fácil lograr que me confesara la causa de su abatimiento y su tristeza. Antes de explicármelo siempre decía: "Pero, por favor, nunca se lo vaya a decir a mis papás". Sin querer, traicioné a Gaby el día en que visité a Sebastián y a Zita para entregarles los útiles de su hijo.
Las últimas páginas de su cuaderno de ejercicios estaban tapizadas con dos frases: "No quiero ser grande. No quiero ser el mejor". Zita las leyó y arrojó el cuaderno como si estuviera igual de envenenado que el cuerpo de su hijito. Sebastián lo rescató y acarició los renglones como ya no podría hacerlo con Gabriel. Luego pronunció la sentencia. "Cargamos con partes iguales de esa muertecita". Cuando me despedí, Sebastián me acompañó a la puerta. Vencido me preguntó: "ƑQué habría podido hacer feliz a Gabriel?" Fui sincera: "Ser un niño, parecerse a ustedes".