Horacio Labastida
La grandeza de Salvador Nava
Desde el momento en que México asumió la responsabilidad de establecerse como nación soberana decidió conformarse a la voluntad de su pueblo y poner en práctica las estrategias que permitieran abatir obstáculos internos y externos opuestos a su gloriosa marcha hacia la realización de una civilización justa, sin explotadores y explotados, y ajena a la iniquidad del poderoso sobre el débil. Así lo hizo saber a los constituyentes de Chilpancingo José María Morelos y Pavón al comunicarles, en voz del secretario Rosains (1813), los sentimientos de la nación recogidos en célebre documento que redactó el propio caudillo.
Para que el nuevo estado asumiera la responsabilidad de crear las condiciones que garantizaran una vida equitativa entre las familias, sin excepción, era requisito sine qua non, así lo percibía la generación insurgente, que las nacientes instituciones estuviesen a cargo de titulares elegidos sin parcializaciones fraudulentas ni restricciones elitistas, porque esos magníficos rebeldes habían comprendido con claridad que tanto la democracia propugnada por los federalistas estadunidenses en la Filadelfia de 1787 cuanto la declarada en la convención revolucionaria francesa de 1789, cuna de la prima formulación de los derechos del hombre y del ciudadano, se vio en los hechos distorsionada y defraudadada con actos comiciales manipulados de muy diversas maneras por los representantes de las nuevas clases dominantes.
El señorío de las antiguas aristocracias fue puesto en quiebra por el señorío de los hombres del dinero, y estos liquidadores del antiguo régimen y dueños del nuevo régimen, han manipulado y aún manipulan los derechos políticos y el acto electoral a favor del triunfo de sus candidatos a desempeñarse como encargados del ejercicio del poder público del Estado, y usarlo para asegurar su enriquecimiento y el estatus de vencedores, sin preocupación por las clases marginadas del goce de los bienes materiales y culturales creados por el trabajo colectivo.
Para los insurgentes de 1813, la democracia suponía necesariamente que el poder público del Estado sirviera a las demandas generales por cuanto que la satisfacción espiritual y económica de éstas connota el verdadero bien común. Nada extraño sería encontrar entre los papeles que siempre acompañaban a Morelos escritos de Thomas Paine o bien de Graco Babeuf o del Manifiesto de los iguales (1797), en los que se asevera que la Revolución francesa (1789) "no es sino la vanguardia de otra revolución mayor, más solemne: la última revolución". Esto y más sabían los insurgentes y tal conocimiento fue transmitido a los ilustrados de 1833 y a los reformistas como Ignacio Ramírez, Guillermo Prieto y Francisco Zarco, sin olvidar por supuesto a Isidoro Olvera y al veracruzano José María Mata, saber que a pesar de la negación porfirista maduró en el artículo 27 de la Constitución política sancionada en Querétaro en febrero de 1917.
Cada una de las generaciones que lucharon por hacer de la democracia fuente nítida de la justicia social aprendió en su momento que a partir de las revoluciones del siglo XVIII se han planteado dos formas de la democracia. La primera es la democracia de las clases acaudaladas, cuya filosofía postula que sus intereses son los de la población, y consecuentemente que la democracia es el sistema que reproduce su acaudalamiento sin importar la suerte de los no acaudalados.
Esta concepción exige que los hombres del dinero usen la democracia electoral como un medio para colocar a sus representantes en el gobierno. La segunda idea de la democracia es radicalmente distinta. Ante todo supone la identidad de las decisiones del poder público con las necesidades del pueblo, la libre emisión del sufragio ciudadano, la ubicación de sus candidatos en los puntos claves del aparato estatal y una práctica del poder público en armonía con el beneficio general y de ninguna manera con el parcial. Además, en la democracia verdadera existe sin solución alguna el derecho ciudadano de revocar el mandato otorgado a la autoridad cuando viole las normas de la Ley Fundamental.
Cuarenta y ocho años después del estallido revolucionario que presidió Madero, Salvador Nava, hacia 1958, retomó las banderas de la democracia soñada por Camilo Arriaga (1862-1945), compañero de Antonio Díaz Soto y Gama, y movilizó al pueblo contra el estrecho núcleo escudado en el presidencialismo autoritario civilista que fundara Miguel Alemán en 1947 y la tiranía local de Gonzalo N. Santos, sobreviviente de la masacre callista contra el vasconcelismo de 1929. Su batalla por la presidencia municipal y la gubernatura fue un mero episodio en el proyecto redentor que planteó Nava a sus entusiasmados paisanos.
La respuesta de los intereses creados se escenificó en las persecuciones y asesinato que ocurrieron en 1961 y 1986, al disparar los policiales escuadrones de la muerte contra las masas que exigían el respeto al voto. Y conviene acentuar ahora que las victorias del navismo tuvieron como origen la unidad de un pueblo que había tomado conciencia del supremo derecho a dirigir su destino. La lección del navismo es trascendental: aun en las circunstancias más adversas el pueblo es capaz de superar la adversidad.
Es cierto lo que Nava dijo en alguna de sus proclamas: los más altos valores espirituales del hombre no pueden florecer sin la libertad política. Esta es la grandeza que se conmemorará mañana sábado en el Centro Potosino de Convenciones, con motivo del décimo aniversario de su muerte. Estaremos ahí todos los que amamos la magnificencia de México, porque Salvador Nava la simboliza.