Sergio Ramírez
Santos virtuales, y de carne y hueso
Esa tarde en que por extraño sortilegio el cielo está tan despejado como para divisar los montes azules que rodean el valle de Anáhuac, y puede uno envanecerse en el milagro de contemplar este espejismo tan mentado de la región más transparente del aire, me dirijo a romper con una de las promesas que me hice desde que toqué tierra por primera vez en la ciudad de México, allá por los años sesenta: nunca subirme a una de las barcas enfloradas de Xochimilco, mejor en mi recuerdo tal cual aparecía en María Candelaria, del Indio Fernández; nunca visitar el santuario de Guadalupe. Semejantes promesas sólo buscaban saciar mi animadversión en contra de los fetiches del turismo multitudinario, lista en la que dejó de faltar, hace ya tiempo, la plaza Garibaldi con su irresistible bulla de mariachis.
Ahora, por fin, voy hacia el santuario con mi mujer y mis amigos los Barcárcel, y mientras atravesamos por todo Insurgentes sur infinito, en la esquina con San Luis Potosí, en la colonia Roma, descubro al paso un extraño edificio que tiene en lo alto dos ventanas rectangulares, una muy lejos de la otra, y en cada una de ellas una imagen. Uno de los autorretratos de Frida Kahlo ciega una de las ventanas, mientras la Virgen de Guadalupe ciega la otra, como si la pared fuera una cara plana con dos ojos. Juntas, o por separado, parecen darle sentido a mi peregrinación de esta tarde.
He dicho dos ventanas distantes, pero en verdad se trata de dos imágenes femeninas muy cercanas que representan a México como entidad cultural. Una de ellas, la rebelde atormentada, sus huesos atornillados entre los hierros retorcidos de un tranvía descarrilado; la otra, nutricia y protectora, pintada en la humilde tilma de un indio. Nunca lograré saber si el piso al que corresponden aquellas dos ventanas del edificio alberga una boutique de ropa francesa, o algún salón de belleza donde son hombres quienes manejan las tijeras desbastando cabelleras de mujer.
Hay una suerte de veneración de moda por Frida Kahlo. Uno encuentra hoy postales con sus autorretratos en las tiendas de todos los museos del mundo, como se encuentra ejemplares de las novelas de Isabel Allende en las librerías de todos los aeropuertos. No podemos decir que la Virgen de Guadalupe esté de moda, consagrada desde siempre en el corazón de todos los mexicanos, aun de los más ateos y agnósticos intelectuales que conozco. Quien está de moda, por el hecho de su canonización, es Juan Diego, el indio que convenció a un clérigo incrédulo de que la había visto con sus propios ojos en el cerro del Tepeyac, hacia donde sigo mi viaje ahora, acercándome ya al sendero que la autoridad ha abierto en medio de la calzada para los peregrinos. Una tarde tranquila y despejada de promesantes. En fechas de romería, hay un hervidero de gente hasta la explanada del santuario.
Si Juan Diego existió o no, parece hoy una discusión un tanto inocua. Si tantos creen en él, existe, aunque su imagen sea virtual. Porque en el infinito santoral de la Iglesia católica hay santos de carne y hueso, y santos virtuales, aunque algunos de estos últimos hayan sido purgados, como ocurrió hace algún tiempo con San Cristóbal, patrono de los choferes, que sigue siendo de todos modos muy popular. Y también santos que son elevados a los altares por razones políticas, y santos que alcanzan su sitial porque sus virtudes de entrega en bien del prójimo los vuelve extraordinarios, como el hermano Pedro de Betancourt, de Guatemala, canonizado en estos días, capaz del formidable y humilde milagro de convertir las lagartijas en esmeraldas para venderlas a los joyeros y dar de comer a los hambrientos; o como nuestra sin par Sor María Romero, elevada a beata con asombrosa prontitud.
Ahora, saliendo de los sótanos del estacionamiento que a través de una multitud de tiendas de artículos religiosos llevan a la explanada donde se alza la monumental basílica moderna, obra del arquitecto ya clásico Pedro Ramírez Vázquez, me encuentro que la imagen de Juan Diego, que ofrecen en el atrio los vendedores callejeros, dista mucho de parecerse a la que desde niño solía contemplar en la iglesia parroquial de mi pueblo natal de Masatepe, en un hermoso mural. Aquel era un indio como los de mi pueblo, éste se parece más a Hernán Cortés, con barba rizada y mirada adusta de conquistador que no perdona titubeos en sus filas de soldados de a caballo. Es una metamorfosis extraña la de este indio convertido en conquistador, que abre sus brazos a Juan Pablo II, en una composición gráfica no menos virtual.
La causa de Juan Diego, dice Luis González de Alba en un artículo de Nexos, comenzó mal, con acusaciones de intervención diabólica, ''según afirmó en 1570 fray Bernardino de Sahagún, al considerar sospechosa de satanismo la afición que habían tomado los indios por la imagen de la virgen venerada en el Tepeyac, en el mismo sitio donde había estado el adoratorio de la diosa Tonantzin".
Tonantzin, madre de todos los dioses del panteón mexicano. Desde entonces, todos somos hijos del sincretismo religioso, en México y en el Caribe, santos católicos, dioses indígenas, y santos yorubas de por medio. Para González de Alba, Juan Diego no viene a ser sino el más conspicuo de los ''santos cristeros", ascendidos a los altares por razones políticas. Pero ya miles le rezan y claman por el beneficio de sus milagros, aunque se trate de un santo virtual.
Mientras subo en peregrinación solitaria las gradas que llevan hasta la ermita de la aparición en la cumbre del Tepeyac, oyendo llegar desde los tenderetes de abajo la bulla de unos parlantes en los que por extraño contraste atruena La Banda del carro rojo, joya de Los Tigres del Norte, recuerdo que en México siempre hubo devoción por los santos de carne y hueso, surgidos de las discordias de la vida política, fueran santos católicos o santos anticlericales, y que sus cuerpos o partes mutiladas de esos cuerpos han sido objeto de veneración. En la iglesia de la Sagrada Familia de la calle Orizaba, una urna guarda, al lado del altar mayor, las cenizas del padre Pro, acusado de mentor en el asesinato del presidente Obregón. Un santo cristero. Y el brazo que Alvaro Obregón había perdido en una de las célebres batallas de la Revolución, estuvo largo tiempo expuesto en el altar republicano que le fue erigido en Insurgentes. Para no hablar de la pierna del general Santa Anna, enterrada en vida suya en solemne procesión fúnebre. O la disputa por el cerebro de Rubén Darío en Nicaragua, víscera sagrada.
Mientras descendía los escalones de la ermita y el atardecer gris empezaba sobre el valle, también me acordé de la historia del cadáver de San Juan de la Cruz, el gran poeta místico tan mal visto por la Santa Inquisición. Triunfó su santidad sobre las mezquinas inquinas y sus despojos fueron más bien disputados entre sus fieles. El cuerpo llegó a Segovia ya sin un brazo, sin un pie y sin varios dedos que habían quedado en Ubeda, lugar de su muerte. Luego se le cortaron los miembros restantes y, excepción hecha de un brazo cedido a Medina del Campo, y de varios dedos repartidos en otros poblados, lo poco que quedaba fue devuelto por fin a Ubeda. Segovia se quedó con la cabeza y el tronco. Un santo de carne y hueso, despedazado por pura devoción. Una devoción tan grande, que todos, vean si no, nos quedamos con su lengua.
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