Hermann Bellinghausen
El príncipe de Pantaco
Tenía uñas de buen salvaje, sucias de tierra, lo cual es poco higiénico si vas a tocar partes de mujer, pero no importa cuando aporreas el tambo o escarbas piedras para levantar una barda. Ásperas, las suyas eran manos de las que se usan para aferrarse a la tierra donde quizás no enterraron su ombligo como dicta la tradición, pero al menos allí lo tiraron a la basura; para fines estadísticos es lo mismo.
Llevaba desde la edad del cáñamo dedicado a los menesteres de un oficio ahora en extinción. Ferroviario, hijo de migrantes y nieto de campesinos, aprendió a arar en metal. En hierro pulido, engrasado, fluyente chaca-chaca del diario trajín. La lucha contra la herrumbre, las inundaciones y los deslaves. El constante ajuste de rieles. El acomodo de blancos pedruscos para lecho de los durmientes.
Lo que los informes semestrales del sistema categorizan como "servicio de mantenimiento de la red ferroviaria", uno de los oficios más plebeyos y necesarios de la era industrial.
Él no se enteraba del progresivo fin del tren a campo abierto, el tren despacio, el tren nacional, de Mérida a Mexicali. Se la vivía en el furgón de los mecánicos o en las estaciones de la ruta. Sus días en el riel o transbordando ferrocarril. Una peculiar vida en familia: la tripulación autorizada, las vendedoras, los pasajeros de toda índole. Las noches, en intemperie al borde de una hoguera que congregaba a la cuadrilla y sus compañías cambiantes.
Aún en la decandencia del oficio, los trabajadores conservaban derechos sindicales. Tal vez ya no eran el otrora poderoso sindicato de matracas, pero las plazas eran todavía vitalicias y hereditarias, y en las nuevas contrataciones los parientes tenían preferencia. Qué tiempos aquellos, cuando contrataban, y todas las corridas llegaban a su destino. Ahora, cada jubilación era una plaza cancelada.
Con esas uñas de medialuna negra, sus yemas de lija y óxido tocaban en la noche, en cada lugar de la ruta, los delicados bordes de las copas de su arpa de cristal. Era un shock ver aquél obrero en overol, fuerte, semisucio y malhablado, deslizar sus manotas con delicadeza femenina sobre los bordes de las copas. En un entorno hecho a polkas y redovas desde el origen de los tiempos (o sea el siglo XIX) hasta la onda grupera que hace más ruido, él tocaba valses y gavotas.
Dicen que el instrumento se lo regaló un anciano pasajero austriaco, o suizo, que se dirigía a Pátzcuaro a pasar su retiro. Un tal Hoffman. El arpa de cristal consistía en una valija de caoba llena de copas de cristal de distinto grosor cada una, y en cada una, una cantidad distinta de agua.
Repito, era un shock. Del baúl de herramientas rotundas, como mazos, marros, cinceles, zapas, taladros, cadenas, pinzas yumbo y ganchos, en los altos nocturnos, al fragor bienhumorado del aguardiente colectivo, extraía la valija cargada de copas, calibraba pacientemente el líquido de una por una y se ponía a tocar.
El sonido era tan fino que en las noches de viento se perdía en una lejana vibración; al paso de los trenes nocturnos se detenía. La cuadrilla unas veces prestaba oídos, otras lo dejaba como música de fondo para las risotadas etílicas de la conversación. Sus dedos articulaban lo inimaginable, la rudeza manual del mantenimiento ferroviario y los valses portátiles de una cristalería de Bohemia. Lo normal hubiera sido un acordeón.
Sus ojos diurnos estaban acostumbrados a un horizonte de nopales y magueyes, de lomas poco abruptas, valles y desiertos circundados por una escolta de mezquites retorcidos; a los puentes formidables que cruzaban ríos y barrancas a grandes arcadas. Tenía el pulso hecho a la palanca del furgón de mantenimiento, a la vibración pesada de los vagones de pasajeros y las manijas de los contenedores, la resbalosa suciedad de las cisternas petroleras, o bien el retumbo en la espina del taladro picando piedra. De noche era ciego y olvidaba; su pulso lo guiaba en el arpa de cristal.
Mozart y Glück escribieron para el instrumento, pero él, con esa vida trashumante en los valles centrales del Altiplano, jamás se enteró. A partir de los pocos valses que logró retener de Hoffman se inventó un repertorio de improvisaciones estrafalarias, inexplicablemente húngaras y danubianas. Jamás una partitura visitó sus ojos.
El arpa extrajo de él una segunda naturaleza. En términos de lucha libre, en el día era un rudo y en la noche un científico. Sin ambicionar máscara o cabellera, gustaba de la comparación pancrásica. Aún en pleno cierre del sistema ferroviario al cual dedicó su entera vida adulta, tocaba todas las noches en que no acudía a una cita o alguna ocasional casa de citas. Pues entonces dejaba tapada la valija, secas las copas. Se lavaba las manos con estropajo. Se cortaba esas uñas con la pinza reglamentaria.
Las mujeres lo recuerdan. Dicen que era un hombre que sabía tocarlas. Entratándose de los tiempos y gremios del machismo proletario, manos así son algo que una mujer no olvida.
Cuando se retiró, siglos después, nadie supo a dónde fue. Parece que tomó el último tren a Pátzcuaro. A dónde si no.