La
Jornada Semanal,
14 de abril del 2002
371
Augusto Isla
¡Qué
artificio! ¿Qué saben flores, árboles, rebaños,
de Santa Bárbara? La rama de un árbol si pensara no podría
jamás construir santos ni ángeles...
Podría creer que el sol es Dios, y que la tormenta es mucha gente enfadada por encima de nosotros... ¡Ah, cómo hasta los más sencillos de los hombres son enfermos y confusos y estúpidos frente a la clara simplicidad y el saludable existir de árboles y plantas! Soñar, viajar, descubrir otros espacios allende esta vida que nos ha sido dada, son frutos de nuestra condición ontológica, por así decirlo. Somos seres para la aventura, decía Mircea Eliade, maestro de Ioan P. Couliano, malhadado sabio, estrella de esa constelación de rumanos exiliados ya por asfixia política, ya por una codicia de libertad que no cabía en el planeta entero. Couliano, como Eliade, fue un estudioso de las religiones y, por ende, representante también de eso que llama Cioran "un nuevo alejandrinismo que, a semejanza del antiguo, coloca todas [las] creencias sobre el mismo plano sin poder adoptar ninguna". De Couliano, que fue profesor de Historia de la Cristiandad en la Universidad de Chicago, la editorial Paidós, en su colección Orientalia, nos entrega el libro Más allá de este mundo: un texto que recorre, con estricta puntualidad cronológica y geográfica de las antiguas creencias de Oceanía a la Italia medieval las exploraciones de la mente humana de los espacios ultramundanos. Couliano fue un científico, un erudito; su discurso es, por tanto, ajeno a toda valoración: no juzga las creencias ni concede primacía a dios alguno. Así es su libro: desapasionado, descriptivo, pero con espléndidos destellos de humor, pues ya los chamanes vuelan asidos de mágicas cuerdas como Spiderman, ya las visiones ultramundanas semejan un espectáculo de Disneylandia, ya al final puede decirnos que si bien los informes sobre viajes ultramundanos satisfacen nuestra sensibilidad estética, llevan también "una sonrisa a nuestros labios si consideramos su veracidad y su vigencia". Las creencias atraviesan siglos, milenios, sigilosamente, dueñas de una continuidad asombrosa, que, a juicio de Couliano, deriva de una presunción cognoscitiva cuyo origen es un conjunto sencillo de reglas: "existe otro mundo; el otro mundo está en el cielo; existe un cuerpo y un alma; el cuerpo muere y el alma va a otro mundo". De estas simples y toscas creencias se desprenden tradiciones variadas y coherentes que se trasmiten, se revisan, se enriquecen, se refinan: entre más compleja es una religión, más compleja la tierra de los muertos. Maravilloso y, al propio tiempo, aterrador es el otro mundo, al que acceden los expertos en las técnicas del éxtasis como los chamanes; los monjes budistas que conocen el arte de abandonar el cuerpo; los taoístas que, ingrávidos, caminan sobre el fuego, el aire y el agua, transportados por el viento en una carroza de nubes; los santos cristianos, iniciados gracias a la soledad y el sufrimiento; o simples labriegos a quienes la divinidad ha otorgado el privilegio de asomarse a los misterios del más allá. Donde menos se espera, encontramos creencias, visiones, relatos prodigiosos, obra de la imaginación de los pueblos pero también de un poder que somete a las almas aunque esta consideración no esté presente en el discurso del erudito; pues si los viajes a otros mundos nos remiten a paraísos sensuales de aromas y colores, también nos llevan a infiernos poblados por seres monstruosos, cruzados por ríos de sangre, donde a los pecadores les aguardan tormentos indecibles. ¿Quién diría que Irán es la tierra de los viajes a otros mundos, que el racionalismo de la Grecia antigua convivió con chamanes, que el mismísimo Platón era un hombre profundamente religioso a quien debemos el haber imaginado el tártaro y, a la vez, las islas de los bienaventurados? Pero, a pesar de la rica tradición que va de Platón a Plotino, pasando por Plutarco de Quironea, son judíos, musulmanes y cristianos quienes más aportan a este género narrativo que nos conduce a los universos de la fantasía ultramundana gracias a técnicas de misticismo como la Cábala, a esa sucesión inquietante de Apocalipsis, al miraj atisbado por el profeta. Particularmente, en musulmanes y cristianos la tradición adquiere tonalidades sombrías: cobran mayor fuerza las imágenes morbosas del infierno. Así, las versiones del cielo de Ireneo o de Agustín palidecen ante las descripciones de un Pablo que, malsano, se considera portavoz de una divinidad que husmea hasta el mínimo detalle las iniquidades de los hombres para imponerles eterno castigo, o de un Dante cuya Divina comedia encuentra en el infierno su mejor parte merced a la narrativa sádica de las torturas infligidas a los malvados. El interés del libro no es arqueológico. El descubrimiento de la cuarta dimensión era todavía en el siglo xix, nos recuerda Couliano, "una hipótesis que conducía a una explicación sencilla, atractiva y tal vez científicamente convincente de muchos fenómenos misteriosos, asociados a la religión y a la magia". El espiritismo, los estados místicos, la experiencia fuera del cuerpo, los sueños, las visiones inducidas por hipnosis, los relatos de ciencia ficción, las utopías, forman parte de la actualidad de los hombres cuya racionalidad no impide el crecimiento de su apetito cósmico ni la búsqueda de otros mundos posibles. A despecho del pragmatismo que impera en la cultura burguesa, imponiéndole un estado de sitio, proliferan nuevas experiencias religiosas. En una larga conversación con Claude-Henry Rocquet, que dio origen al libro La prueba del laberinto, Mircea Eliade nos habla del redescubrimiento de la experiencia religiosa cuya esencia es lo sagrado, es decir, el encuentro o presentimiento de la realidad, de una realidad que no habita en la inmediatez, que sólo es accesible merced a difíciles construcciones del espíritu. Nada puede predecirse acerca de la religiosidad de los hombres. Pero lo cierto es que, dice el rumano, "mientras haya día y noche, verano e invierno, creo que no podrá cambiar el hombre. Estamos integrados, sin quererlo, en este ritmo cósmico [...] Hasta el hombre más irreligioso vive inmerso en ese ritmo cósmico y lo advierte en su propia existencia: la vida diurna y el descanso con sus sueños. Porque siempre se soñará." Nietzsche, uno de los hombres más admirables que ha pisado la tierra, se equivocó al reprochar sólo al cristianismo el sacrificar esta vida en aras de otra, a todas luces incierta: también los egipcios reservaban lo mejor para el viaje eterno; las mismas pirámides no eran sino escaleras para ascender al cielo. ¿Y qué era el superhombre sino la indagación sobre una vida más alta, que anticipa esa plenitud negada por la degradación del presente? Digamos con Couliano que vivimos un estado avanzado de pluralismo ultramundano, que la exploración de nuestro espacio mental está aún en sus comienzos. Pero también digámosle al oído, respetuosamente, que lo que está también en sus inicios, incierto como el alba, es la exploración de nuevos espacios éticos y políticos; que la sacralidad de la vida habita en cada cuerpo, en cada espíritu que reclama libertad y justicia; que las únicas pirámides que merecen ser construidas son aquellas que conducen, sin temores ni mezquindades, a un mundo más digno, a esa bien ganada "clara simplicidad" que añoraba Alberto Caeiro
C U E N T O Las dulces espinas de la Clavel Jorge Moch
Ana Clavel escribe cuentos granados que devuelven la mordida al que pretende abarcarlos de una sola mirada. Alfaguara le acaba de reunir algunos en Paraísos trémulos, mezclando textos ya escritos, que tenía embodegados madurando perspicacia e interioridad, con otros de reciente factura que no hacen sino reiterar un estilo matizado de vislumbres y claroscuros que obligan al lector a zambullirse sin excusas en los mundos que son personas que son mundos que Ana cuenta. Diez relatos y ciento veinticinco páginas le bastan a Clavel para dar cuenta de la complicada trama que reviste las crisálidas emocionales con que nos arropamos mujeres y hombres, desmenuzando el hilo con aproximaciones oblicuas, enigmáticas, sin permitirse el recurso facilón de una descripción a secas. Porque algo que salta en la obra de Ana Clavel es un sagaz manejo de las ambigüedades, el no decir para decir, con esa concisión cuya fuerza Ana nos hizo sentir ya desde los capítulos de Los deseos y su sombra (Alfaguara, 2000). Paraísos trémulos no se cocinó, pues, de un tirón, sino que se fue macerando con las vivencias de su autora y con todos esos relatos que le fueron llegando durante años, ya desde dentro, como exorcismos muy suyos o como meras embajadas de los otros, los que la rodeamos. Porque Ana Clavel es, decididamente, una cuidadosa observadora de la alteridad de "Cuando María mire el mar", penúltimo relato del libro, Andrés de Luna ha dicho que es "una pequeña obra maestra de la otredad" y de esas observaciones nace una veta narrativa que afortunadamente, para quienes le hemos leído, termina por derramarse sobre el papel de sus libros. Estos cuentos incorporan después de haberlos reinventado tres de los relatos que originalmente aparecieron en Amorosos de atar con que Clavel ganó en 1991 el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen, además de los que escribió especialmente para el libro y los que rescató de publicaciones más efímeras, como revistas y periódicos. No exentos de guiños estéticos y hasta autobiográficos el matriarcado caciquil que comanda doña Emperatriz en el hermético Iguazul de "Su verdadero amor"; el epígrafe de José Luis Cuevas que sirve de dintel para entrarnos en vidas ajenas con la lectura de "Una advertencia y tres cartas en el mismo sobre" o la elocuente concisión que abre y cierra el libro con "Paraísos trémulos" o "La sonrisa de los aviones" los cuentos de Paraísos trémulos hablan de la fragilidad de la fortaleza, la dulzura de las amarguras de siempre y los dobleces que guarda el corazón humano, materia de tantos matices y medias tintas que resulta inasequible a una interpretación simplona o maniquea. Libro que significa la vuelta al cuento de Ana Clavel después de una buena incursión novelística, Paraísos trémulos es uno de esos libros que se leen rápido para quedarse luego con uno, como el resabio de un perfume, como una cantinela que no nos suelta la memoria o como el sabor agridulce que dejan ciertos convites. En sus cuentos Ana Clavel da cuenta de la paradoja que es la sola existencia de las mujeres y los hombres, y que a pesar de nuestras manifestaciones de reciedumbre casi siempre acabamos por percatarnos de qué tanto andamos por ahí al garete, dando tumbos y buscando desesperadamente un asidero emocional al que engancharnos para que no se nos vuelen, precarios, esos trémulos paraísos. Los que nosotros mismos nos hemos fabricado
El principio del yin-yan María Gabriela Zamudio Demerutis
En un lugar solitario se eleva una carpa de vivos colores. Los camiones comienzan a desfilar para estacionarse; de ellos, se desmonta un equipo grande y costoso. Distintos personajes empiezan a aparecer con atuendos festivos, como de carnaval. Grandes jaulas para las fieras y otras para animales pequeños; elefantes y caballos sujetos a un ancla improvisada. Ha llegado el circo con su magia y su fantasía para ofrecer a chicos y grandes el espectáculo que se ha preparado para esta ocasión. Olor a palomitas de maíz, algodones en una gama de tonos pastel, globeros y vendimias de diversa índole. Una larga fila de gente se apresta para comprar los boletos. Comienza la función previamente estructurada donde aparecerán, en un orden específico, malabaristas, perros futbolistas, contorsionistas, mago, trapecistas, elefantes, equilibristas, lanzador de cuchillos, ecuyère y domador. Cada presentación ha sido diseñada para el deleite del público. Pero, ¿Qué sucede cuando ciertos actos han creado tensión entre los espectadores? Nada es casual, la risa viene a ser entonces la liberación del estrés y, para ello, aparecen los famosos payasos con su número cómico, para relajar al público. Se dice que es un acto de relleno, pero en realidad cumple con un principio de Oriente llamado yin-yan, donde se alterna el movimiento con la relajación, la tensión y la risa. ¿Quiénes son esos seres que se esconden tras una faz blanca y una nariz de bola? ¿Por qué nos hacen reír, a pesar de la tristeza que se puede leer en sus rostros? Son el leitmotiv de Los dos payasos de César Aira. El punto focal de la narración son los actores anónimos, protagonistas del olvido. Sus actuaciones nos envuelven, nos divierten, pero terminan por escabullirse al fondo de nuestra conciencia y, al término de la función, no volvemos a evocarlos más. Pensamos en los payasos sólo en las fiestas infantiles, en el supermercado o en algún restaurante mientras los vemos inflando globos con figuras originales, o bien en su casa, el circo, donde nos transportan a un mundo irreal donde el absurdo es la lógica. Poca importancia les atribuimos y, sin embargo, César Aira les dedica un texto breve. ¿Qué es lo que llama la atención al autor de estos seres de peluca y trajes multiformes tornasolados? César Aira utiliza a los payasos como un pretexto para ahondar en tópicos como el destino, lo ilógico de la vida y la muerte, las necesidades del ser humano de poseer una religión y un sistema político determinado; temas tocados de manera subterránea, sutilmente. En un acto de " relleno" , en espera de que se arme la jaula de las fieras para el último acto, dos payasos se lanzan a escena para llevar a cabo el guión y cumplir con su objetivo, tal como lo diría Joaquín Sabina: "su oficio es retorcerle el cuello a la pena y abrir una ventana a la fantasía". ¿Qué hay de extraordinario en esa segunda aparición de los payasos? Eso es lo que el lector deberá descubrir. Si alguna vez nos preguntamos si el circo argentino se parece al mexicano, aquí tenemos la respuesta: la estructura es la misma, pero escucharemos de vez en cuando modismos como; " Eh pibe." El autor nos lleva al circo, vemos realmente el acto de los dos payasos, gracias a su precisa manera de narrar. Los diálogos, tan elocuentes y gráficos, nos envuelven en este breve viaje por la fantasía y la crudeza de una ambivalencia entre la mutua relación de los payasos: el amo ordena mientras el esclavo cumple con los deseos de quien manda. Todo obedece a la ley de la selva: el gordo y fuerte lleva la batuta y el flaco y débil sólo acata la disposición. El asunto que Los dos payasos trata es sencillo, pero lo aborda desde un perspectiva particular. Juega con él y nos involucra. Parte de lo simple para hacernos entender lo complejo. Es un texto que cumple con su ciclo, como el circo cumple con su función en un acto yin-yan
FICHERO LOS LIBROS QUE LLEGAN A NUESTRA REDACCION Diccionario crítico de las letras mexicanas en el siglo XIX, Emmanuel Carballo, Editorial Océano/CONACULTA, México, 2001, 291 pp. ECONOMÍA
ENTREVISTA
ENSAYO
(POÉTICO)
ENSAYO
(POLÍTICA)
NARRATIVA
POESÍA
CONVOCATORIA (POESÍA). El Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, a través del Programa Cultural Tierra Adentro y el Instituto Mexiquense de Cultura, convocan al Premio Nacional de Poesía Indígena Joven Acolmiztli Nezahualcóyotl 2002. El Premio está dirigido a escritores indígenas menores de treinta y cinco años, quienes podrán participar con un volumen de poemas inéditos, en náhuatl, con su versión en español, con tema y forma libres. La extensión mínima es de quince y máxima de treinta cuartillas. Los trabajos deberán presentarse por triplicado, escritos a máquina a doble espacio, en papel tamaño carta y por una sola cara. Los concursantes deberán participar con seudónimo. Adjunto al trabajo, en un sobre cerrado e identificado con el mismo seudónimo, deberán enviar su nombre, domicilio, número telefónico, una copia fotostática del acta de nacimiento y una ficha curricular. Los trabajos deberán ser enviados al Instituto Mexiquense de Cultura, Premio Nacional de Poesía Joven, Boulevard Jesús Reyes Heroles 302, delegación San Buenaventura, cp 50110, Toluca, Estado de México. La fecha límite de recepción es el viernes 30 de agosto de 2002. Se otorgarán tres estímulos económicos de 25 mil, 15 mil y 10 mil pesos, así como la publicación de las obras ganadoras en una antología. Para mayor información comunicarse a: Instituto Mexiquense de Cultura, teléfono 01 (722) 214 7356 y 214 4946; al Programa Cultural Tierra Adentro, teléfono 5490 9895, o escribir al email: [email protected] |