Luis Linares Zapata
Provincianismo mexicano
Los sucesos externos, cuando no ocurren en Estados Unidos, poco importan a los mexicanos. Ya sea que se trate de la guerra colonial emprendida por Israel en contra del pueblo palestino o el acoso interno al gobierno de Chávez, en Venezuela, que llevan a cabo grupos e intereses internos combinados con el patrocinio estadunidense.
Las organizaciones nacionales, meramente sociales o de corte político, reactivas a ese provincianismo, permanecen distantes al desarrollo de problemas, eventos o conflictos que no deberían serles ajenos, sino ejemplares. Sólo cuando llenan parte sustantiva de la actualidad difusiva u ocupan a ciertos actores clave del ámbito público, los ciudadanos atienden, piensan y discuten algunas posturas al respecto. Mucho de ello se achaca a la ignorancia o desinformación que sobre los acontecimientos mundiales aqueja a la comunidad nacional, muy ocupada en atender sus necesidades y limitaciones domésticas, la mayoría de las veces de una urgencia perentoria para la propia sobrevivencia o para ponerse a salvo de la siempre presente amenaza contra su calidad de vida. En otras tantas ocasiones, debido a la simple frivolidad y tontería que envuelve a la población educada, muy influida por los programas de entretenimiento de los medios de comunicación. Aunque no puede, tampoco, argüirse tal tipo de circunstancias para justificar la falta de atención a hechos y procesos que, de varias maneras, también la afectan, algunas veces de manera central.
El conflicto entre árabes (en particular los palestinos) e israelíes lleva ya más de 50 años. No es, como se quiere hacer pasar, la continuación del milenario enfrentamiento entre aquellos judíos de tiempos romanos o bíblicos y sus vecinos. Los árabes llegaron, a lo que hoy se conoce hoy como Palestina, hace unos mil 400 años, cuando los israelitas ya habían casi desaparecido tras los enfrentamientos con los romanos, el último de ellos conducido, con saña verdadera, por el famoso emperador Adriano. Los judíos que quedaban por esas tierras fueron absorbidos por los árabes en la construcción de aquel imperio y que los llevó hasta España. Los ahora israelitas son originarios, en su casi totalidad, del centro y del este europeo, trasladados un poco antes, en la guerra y después de ella, por un movimiento político-social que se formó a finales del siglo xix (sionismo). El rejuego entre las naciones europeas hizo factible la colonización masiva posterior que derivó en la creación, en 1948, por la ONU, del Estado de Israel. A partir de ese acontecimiento su expansión territorial, por medio de continuas guerras de conquista, no ha cesado y en lo cotidiano toma la forma de asentamientos para nuevos inmigrantes. Desarrollos habitacionales que se construyen, por la fuerza y con recursos enviados desde el exterior, en las localidades adonde previamente se ha confinado a los palestinos.
Lo que pretende la mayoría de los israelíes, y no sólo el gobierno presidido por Ariel Sharon, es asegurar su hegemonía, militar en primera instancia y económica después, como un poder regional en esa parte del mundo, vital para los intereses de los países desarrollados. Para ello requieren ganar la que consideran una guerra terrorista que, dicen, se les ha impuesto, y para la que hay necesidad de establecer (Benjamín Netanyahu) "líneas de separación seguras que permitan que las fuerzas armadas israelíes penetren en territorio palestino y que eviten que los terroristas palestinos se internen en sus ciudades y poblaciones". Es decir, asegurar el dominio sobre sus vecinos. Tal y como lo hicieron con los libaneses en su famosa invasión (Paz para el Líbano, la llamaron) que terminó con la destrucción de esa otrora prospera nación y las criminales matanzas de Sabra y Chatila. Hoy, y mientras otras cosas suceden, su cometido explícito "y de inmediato, es desmantelar la autoridad palestina, expulsar a Arafat, rodear los principales centros de población palestinos, limpiarlos de terroristas y erradicar su infraestructura"
Pero ante tales pretensiones desmedidas y hasta criminales (y no sólo de algunos grupos ultraderechistas), la voz de los partidos políticos mexicanos no se ha hecho oír con decisión y justicia. La administración de Fox no sale del guión marcado por la ONU y por miedo al enojo americano, defensor a ultranza de Israel. Ha sido sólo en momentos recientes cuando la conciencia colectiva parece reaccionar para condenar los excesos del ejército israelí y no detenerse únicamente en el repudio, tan indispensable como inexplicado, de los atentados suicidas de los palestinos.
El caso de Venezuela, aunque más cercano, está contaminado, en cierto modo, por el rechazo, bastante justificado, a la alocada, onerosa y ciertamente saturada presencia del presidente Chávez, pero que es muy atendible desde la perspectiva de las medianas correcciones que introduce en la convivencia de los venezolanos. Convivencia marcada por diferencias de clase y raciales que la hacen profundamente injusta. Sin embargo, la misma izquierda mexicana, puesto que a la derecha es imposible solicitarle que asuma alguna postura, análisis o crítica al acoso que se lleva a cabo en ese país, poco ha adelantado que oriente a los ciudadanos mexicanos y los prevenga ante consecuencias de gravedad que parecen indetenibles.