Gabriel Zaid
Regalías autorales y honorarios profesionales
El argumento fundamental contra la exención autoral está construido sobre una falsa analogía: las regalías son como el pago de un trabajo. A partir de este supuesto, las conclusiones son fáciles: los autores no deben recibir un trato fiscal distinto que los abogados o los médicos. Es una arrogancia aristocrática pretender privilegios frente a los demás ciudadanos. Es un abuso que un trabajo ya pagado se siga cobrando repetidamente, y que el cobro sea heredable. Es como si el cirujano y sus hijos y sus nietos siguieran cobrando por una apendicectomía de hace 20 años.
Pero las regalías autorales no son honorarios profesionales. No pagan un trabajo: pagan el uso de una obra que el autor creó por su cuenta y sigue siendo suya, con las limitaciones del uso que conceda. Esto lo reconocía la Ley del Impuesto sobre la Renta cuando clasificaba los ingresos de las personas físicas en dos grandes grupos: productos del trabajo y productos del capital. En el primero estaban los sueldos y los honorarios profesionales. En el segundo, los dividendos, intereses, rentas, regalías de la propiedad intelectual industrial (patentes, marcas, franquicias) y regalías de la propiedad autoral.
La clasificación de las regalías autorales como productos de una propiedad cuyo uso se concede (como las rentas que se cobran por el uso de una casa) corresponde a los hechos y al derecho. Jurídicamente, los servicios profesionales que prestaba Julio Cortázar como traductor simultáneo y la obra que creó al traducir las Memorias de Adriano son dos cosas radicalmente distintas. No porque el gremio de los traductores simultáneos sea inferior al gremio literario. No porque improvisar sobre la marcha tenga menos mérito que escribir. No porque Cortázar sea menos creador que Cortázar. Ni porque la traducción simultánea sea un trabajo por encargo, forzosamente realizado en cierto lugar y a ciertas horas; inconcebible como iniciativa propia, realizada en casa, sin fechas ni horarios.
Los servicios existen mientras se dan. Las obras son objetivaciones perdurables. Si la institución que lo contrata requiere sus servicios nuevamente, Cortázar tiene que presentarse otra vez y hacer un nuevo trabajo. Si el lector que compra las Memorias de Adriano quiere releerlas, o si el editor que las publica quiere reeditarlas, Cortázar no tiene que escribirlas otra vez. La traducción simultánea es un servicio. La traducción del libro de Marguerite Yourcenar es una obra, como los poemas, cuentos, novelas y otros textos de Cortázar. La misma persona, la misma capacidad, el mismo genio creador, pueden aplicarse a dar un servicio que a crear una obra, pero son dos cosas radicalmente distintas.
La vida creadora es la vocación de todo ser humano, no la especialidad de un gremio. Es una dimensión posible de todos los actos, por ínfimos que parezcan. Aunque la mayor parte de los actos creadores son efímeros, no importa: suben de nivel la vida personal, familiar, social, histórica. Pero hay actos creadores que producen objetivaciones perdurables: obras que se pueden compartir, más allá del aquí y del ahora de los actos concretos; en otras partes, en otros tiempos, en otras culturas. No sólo son originales, como todos los actos creadores (aun los actos efímeros de la vida cotidiana): son recreables, han sido fijados materialmente en un soporte físico que les permite renacer, una y mil veces, en las personas que vuelvan a leer, escuchar, mirar eso que llamamos obras.
Esta objetivación de una parte de la vida creadora es un capital de la especie humana, sin el cual seguiríamos en la (nobilísima) tradición oral de los creadores prehistóricos. La fijación material y reproducible de los poemas homéricos, del teatro de Esquilo, de los diálogos de Platón, de la geometría de Euclides, así como la aparición del mercado editorial en Atenas, aceleraron el desarrollo de la cultura griega y el desarrollo de toda la humanidad. Y todas estas fijaciones materiales, hasta hoy, representan poquísimo en el conjunto de la producción: son desproporcionadamente importantes para el desarrollo social frente a cualquier otro sector del PIB. Alimentarse es de vida o muerte, pero ni más ni menos hoy que en la prehistoria. En cambio, la acumulación de un acervo creador hace la diferencia creciente con el hombre prehistórico y las otras especies que también se alimentan.
Hace la diferencia entre los pueblos. Aunque, en rigor, se trata de un patrimonio de la humanidad, del cual todos debemos estar agradecidos, sin resentimientos nacionales, lo cierto es que el mayor o menor capital de obras aportadas por cada pueblo define liderazgos y establece jerarquías. Por mínima que sea, una riqueza cultural propia les da a los pueblos confianza en sí mismos y en su capacidad creadora. Es, además, un argumento poderoso de afirmación nacional para justificar un Estado propio: tenemos derecho a organizarnos en forma independiente, aunque no seamos capaces de imponernos por las armas, porque tenemos una cultura propia. En esta perspectiva, cabe comparar lo que cuesta la defensa armada de la afirmación nacional, frente a lo que cuesta el desarrollo de un acervo cultural propio. Hugo Margáin, que fue secretario de Hacienda pero veía el erario como estadista, defendía la exención autoral en estos términos: Lo que todos los creadores le hayan costado al erario es ridículo frente a lo que México ha ganado con la obra de sus grandes escritores, pintores y músicos.
Las obras creadoras son de interés público. Tan de interés público que la sociedad, pasando por encima de los derechos de la propiedad privada, las expropia para el dominio público y da al Estado derechos de intervención. Cualquiera puede editar a Sor Juana o representar sus obras de teatro sin pedirle permiso a nadie. El Estado puede cobrar regalías sobre las obras de Sor Juana, como lo hacía hasta hace algunos años (y puede volver a hacerlo). Los cuadros de José María Velasco no pueden salir del país sin permiso del Estado. La conservación y reproducción de muchos tesoros artísticos, históricos, arqueológicos está sujeta al control del Estado. Los Sones de mariachi de Blas Galindo se tocan como un símbolo musical de México, como si fueran otro himno nacional, aunque todavía no pasan al dominio público. Etcétera.
Y Ƒquién formó este capital que ahora no es de nadie o está bajo el control del Estado? Sor Juana, José María Velasco, Blas Galindo, cada uno de los creadores cuya obra es finalmente expropiada. El despojo puede llegar al extremo del anonimato: de que ya ni se sepa a quién le debemos algo que nos enriquece. En cambio, la propiedad de un terreno, una casa, una fábrica, una inversión financiera, unas joyas, unos muebles, unas antigüedades, nunca pasa al dominio público. Nunca llega a suceder que cualquiera (legalmente) pueda invadir unas tierras, ocupar una casa, usar unos muebles o ponerse unas joyas que (después de cierto tiempo) ya no son de nadie. Quienes no ven esta diferencia, o dicen que no tiene importancia, deberían estar dispuestos a que sus casas, terrenos y otras propiedades queden finalmente a disposición del primero que pase. No hace falta decir lo que sucedería en el mercado inmobiliario o accionario si todas las propiedades quedaran sujetas a la confiscación que se impone a las obras creadoras.
El argumento número uno a favor de la exención autoral es de justicia: todas las obras autorales pagan finalmente un impuesto confiscatorio de ciento por ciento. El argumento número dos es de interés público: a la sociedad le conviene estimular la formación de capital cultural, más aún si es por cuenta de los creadores para la propiedad final de todos. Hay muchos otros argumentos, pero lo esencial es reconocer que las obras autorales no son servicios profesionales, sino inversiones privadas de interés público, que conviene promover y es de justicia liberar de impuestos adicionales a la confiscación.